Hasta el final, hasta la despedida, persistió en Jürgen Klopp el punto de resignación trágica que se le ha adherido al alma en los últimos meses. Perdió la Copa de Alemania contra el Wolfsburgo porque, en realidad, no podía ganarla. Su Borussia Dortmund hace tiempo que dejó de pertenecerle. Su equipo marcó, se adelantó, se le agrietaron las defensas como tantas tardes desde el último verano, se le doblaron las manos una vez más a uno de sus porteros, se vació de mente antes que de piernas, lo abrasaron a goles, sintió la derrota tan próxima como irreversible… Y, aun así, Klopp nunca apagó la sonrisa, como si conociera que esa capitulación se redactó hace mucho tiempo. Al fin y al cabo, ese partido le resultaba demasiado familiar en una temporada gobernada por los signos del fatalismo y la desesperanza.
Su sonrisa invadió la ciudad de DortmundHasta en esa derrota del adiós, exhibió Klopp brochazos del universo de volcánicos personajes de Dostoievski. A la vez desenfrenado como Alexei Ivanovich, a la vez rebelde, romántico, perturbador o divertido, y a la vez tan ingenuo como Devuskhin o tan orgullosamente osado como Raskólnikov. Un Klopp que, mientras asumía sus desdichas, sacó su expansiva y victoriosa sonrisa incluso en medio de una tristeza amarilla que no lo era tanto por la copa recién marchitada como por la puerta que cerraba. Él era feliz. Klopp se había ganado aquello a lo que más alto se puede aspirar en su oficio: la eternidad de un club.
Su Borussia Dortmund fue reconocido y reconocible. Gustó, convenció y ganó.
Han sido siete años en los que Klopp ha sacado al Borussia Dortmund de un corredor de la muerte de 150 millones de euros de deuda y quiebra para instalarlo en el panteón del fútbol europeo. Fue un electroshock para la crisis terminal de la institución. En este tiempo, pocos equipos como el suyo se han apoderado de la emoción de la gente. Su fútbol excitado, juvenil, optimista, eléctrico, dinámico, seductor y enérgico se ha ejecutado con el corazón más que con los pies. Galvanizando ese juego, Klopp le transfirió a su escuadra sus rasgos de personalidad. Consiguió que ese fútbol emitiera su vibrante temperamento, su espíritu subversivo, su acentuado vitalismo, su conducta carismática y apasionada, e incluso su rubia mirada. El Borussia Dortmund jugaba como era Klopp.
En la historia del fútbol, residen pocos entrenadores capaces de crear un vínculo tan personal con el estilo de su obra. Muchos encontraron la satisfacción en que sus formaciones transmitieran con entusiasta exactitud las ideas y los modos que ellos pretendían. Un fútbol de autor. Klopp es uno de ellos, pero también ha sido algo más, logrando, asimismo, que su equipo expresara cómo era él, cómo sentía o cómo se comportaba. Un fútbol de personalidad. El Borussia Dortmund asimiló de tal modo el carácter de Klopp que convirtió a su entrenador en una razón de ser. “Si el público viene a buscar emociones fuertes y el entrenador propone una partida de ajedrez sobre la hierba, uno de los dos debe cambiar”, asegura. Y, ambos, equipo y entrenador, crecieron así de la mano. Quizá en esa inercia compartida descanse la fórmula del secreto de esta historia.
Su eliminatoria ante el R.Madrid de Mourinho fue su punto álgidoEl juego del Dortmund ha sido tan fogoso como Jürgen, en lo bueno y en lo malo, por eso apenas se distinguía una embestida relámpago de Gundogan, Götze, Reus y Lewandowski de una tarde del técnico en la banda, vestido con un chandal de poliéster y algodón y una inevitable gorra que recalcaban cómo entiende Klopp la profesión de entrenador: si a las guerras se acude con traje de camuflaje, a los banquillos se entra con tejidos atléticos, para desbocarse, para gritarle al árbitro, para explotar con los goles y para que, en resumen, los futbolistas observen que corres tanto como ellos. También la lava de Klopp bañó los micrófonos. Antes de las semifinales de la Copa de Europa de 2013, Jose Mourinho visitó Alemania para escudriñar al Dortmund. Jugaban en casa del Greuther Fürth y barrieron 1-6. Enterado del espía, Klopp sacó su simpática acidez: “Una llamada telefónica de Jose hubiera bastado para que le dijera que somos un equipo muy fuerte. Se habrá llevado algunas impresiones que no sé si serán válidas para dentro de dos semanas. Pero si él quería observar al Fürth, es bienvenido”. Entonces, a Klopp le desvelaron que Mourinho solo aguantó hasta el descanso, con 0-5: “Bien, así él no pudo ver nuestras debilidades”.
Batió varias veces al poderoso -y campeón de todo- Bayern Munich.
Klopp fue el primero en lanzar pistas sobre el futuro de Guardiola en Alemania, algo que escoció en los orgullosos despachos del Bayern. Fue antes del legendario cruce entre los bávaros y el Barcelona en la Copa de Europa, con Pep de año de reposo en Nueva York. “Apuesto mi culo a que Matthias Sammer llama a Guardiola”, acometió Klopp. Karl Heinz-Rummenigge contestó desde la otra orilla: “Él debería apostarse mejor su cabello, así se lo podrá trasplantar más veces. Su culo es más difícil… porque su culo va a terminar en nuestro museo”. Sobre estas tensiones, Klopp siempre se ha recostado con la comodidad que le confiere haber desafiado y derribado el ‘establishment’ de la Bundesliga. Se ha sabido mosca cojonera de los bávaros, una de las razones por las que el Bayern acudió a Guardiola para reforzar su primacía nacional aun con una Copa de Europa recién estrenada, obligándoles así a progresar y perfeccionarse. A volver a ser el Bayern.
Quién sabe si dentro de un tiempo, nuestros nietos hablarán del gegenpressing con la misma admiración nostálgica con la que ahora recordamos el catenaccio. Ese fútbol de contrapresión es el legado cultural de Klopp. Su defensa alta, su juego de emboscada y galope, a todo gas, como si media docena de bandoleros se descolgaran de un desfiladero para asaltar un carruaje y huyeran con las bolsas del oro, ha sido su sello. Un modelo también con su punto de inconsciencia. Un fútbol que ha animado un momento decisivo en la transformación contracultural del estilo alemán. Klopp ha tenido mucho que ver en eso y la Bundesliga actual y su área de influencia sirven de axioma, con un entrenador llamado Roger Schmidt, aunque él tan clínico y frío como un dentista, como reservorio de ese gegenpressing, la fórmula germana para atacar defendiendo en el rancho del rival.
Su plan fue mejorando gracias al acierto de Zorc con los fichajesNo importaron las versiones de sus equipos, porque a Klopp siempre se le advirtieron las intenciones. Desde los principios, se observó en sus formaciones una ambiciosa efusividad. Una refrescante alegría. Entonces, el Borussia Dortmund jugaba como si nada importara, con una inocente ligereza. Tenía entre sus hombres al húngaro Hajnal o a los delanteros Frei y Valdez. Aquello queda tan lejos como hondos son los cimientos de una catedral. Más tarde vendría el equipo de Sahin, Zidan y Lucas Barrios. El conglomerado de talento de Klopp crecía, hasta que en 2011 aparecieron las tres figuras que dieron sentido definitivo a su plan vertical y agresivo: Piszczek, Kagawa y Götze. Aquella constelación absorbió toda la luz de la Bundesliga, pero Europa se levantaba como una muralla con sus exigencias competitivas, un terreno adulto aún para la vivaz sangre del equipo. Para solucionarlo, Michael Zorc -un hombre indispensable en cualquier retrato de Klopp- se sacó de los despachos a Gundogan, Reus y Lewandowski. Con ellos, el Borussia Dortmund rozó el cielo continental y redactó lo versos más redondos del ‘kloppismo’.
Jürgen Klopp disparó a varios jugadores (Sahin, Kagawa, Gotze…) a los grandes clubes de Europa.
Con todos, estableció el técnico una íntima conexión humana. Muchos llegaron entre las sombras, y Klopp fabricó con ellos casi una decena de estrellas mundiales, piezas de alta costura. Ninguno, después de salirse de esa fraternidad, ha repetido aún el fútbol del Westfalenstadion. Tampoco Klopp ha revivido sus mejores partituras. Así, el agotamiento del ciclo dorado ha seguido un curso natural, más aún en Alemania. El Bayern encendió la aspiradora y atrajo a Götze, Lewandowski y quizá también Gundogan. La tasa de reposición no alcanzó esos umbrales de calidad. Una cólera de lesiones arrasó al equipo en los dos últimos años. A sus centrales los secuestró la vulgaridad. Y sucedió algo lógico en este negocio: las cosas se terminan. Simplemente, el reloj pasa y ejerce un caudillaje inapelable. La confianza se rompe mientras todos los actores toman consciencia de ello. Klopp no se siente agotado, pero conoce que con su continuidad arriesgaba la paz del club. Había más malo por hacer que bueno. Así que Klopp renunció a encapsularse en el Borussia Dortmund por ese escudo y el muro humano que puebla de color y fiesta las gradas del Westfalenstadion. Subió las persianas una mañana y entendió algo al alcance de pocos entrenadores: su incapacidad para entrenar a su equipo, a su otro yo: “Una gran cabeza tiene que rodar y es la mía”.
Cuesta imaginar que, ahora, Jürgen Klopp se encierre durante un año en una habitación sabática y no arranque hasta el marco de las puertas. Posee, incluso, la dentadura perfecta para ello. Cuesta creer que, durante un tiempo, no escuchemos los latidos del corazón rubio que nos ha subrayado la lección de que el fútbol tiene muchos padres, pero, solo, una madre: la pasión.
@RdGarca 3 junio, 2015
Lo curioso es que aunque llegara Guardiola, le quitara jugadores y el Bayern tiranizara la Bundesliga, Klopp le siguió arrebatando copas. Quizás si se quedara, pudiera volver a armar un equipo similar (creo que nunca igual), pero toda esta temporada ha sido como si el futbol le tocará en el hombro y le dijera "se acabó" con dulzura. Se resistió, pero en forma de lesiones, estados de forma, falta de puntería y demás, no lo logró.
Espero que si se tome aunque sea 6 meses (creo que todos los entrenadores necesitan un descanso de vez en cuando, sin importar lo que diga Mou). Y ya como deseo personal, me gustaría verlo en cierto club inglés, con un pasado melancólico, y que ahora mismo tiene jugadores muy muy de Klopp 😉