-¿Pero vos estás muerto? – Le inquirió Gardel.
-Podría decirse… Vivo estoy, sí. – Pareció dudar – Pero ya no piso la cancha, así que…
-¿Y dónde consta que haya que haber fallecido para morar la gloria del Olimpo?– Certificó Borges sin abandonar la vista de su lectura.
-Aclaremos entonces. – Se interpuso Evita- En definitiva, ¿Vos quién sos?
-¡Soy El Diego! – Sonrió como si eso fuese suficiente- El Diego de la gente… ¿Por un casual no habrán visto a doña Tota por aquí?
–
El Diego. Resulta entrañable el uso de artículo para deificar al mito. No es Diego, ni tan siquiera Diego Armando Maradona. Se prefiere la fórmula, mediante el nombre común y el artículo determinado, para destacar que entre todos ellos el señalado es único. Es el homenaje que todo un país tributa a una persona que, en su imaginario colectivo, trasciende, por mucho, de lo meramente deportivo. Es la gratitud hacia un hombre que consiguió levantar el ánimo de un pueblo que se sentía caído del cielo tras muchas décadas de miserias, injusticias y ausencia de libertad. El Diego obró el milagro. Logró que sus compatriotas volvieran a sentirse grandes, tan grandes como antaño, de tal modo que al levantarse cada mañana, el ánimo de cada uno de ellos para acometer sus respectivos desempeños, estaba impelido por la fuerza de quienes habían constatado que volver siempre es posible. Un persona única. Pero no un caso excepcional.
“Avui patirem” (Hoy sufriremos) es la coletilla que viene tras del saludo entre los habituales del Camp Nou desde tiempos inmemoriales. El Barça ganaba por tres tantos cuando el equipo encajaba un gol. “Avui patirem”, vaticinaban. Era la reacción propia de una comunidad que históricamente había tendido hacia la resignación, de un pueblo que nunca situó su autoestima a la altura de su potencialidad. “Avui patirem” escuchaba Josep Guardiola, desde la banda, cuando ejercía de recogepelotas, un eco que siguió propagándose en su etapa de jugador. “Avui patirem” proclamó en cada rueda de prensa mientras fue entrenador. Pero en su fuero interno ya no lo creía. Repetía el mantra que había escuchado, desde que era un imberbe, con la misma inercia, con el mismo respeto, con la que un descreído arranca un padrenuestro al adentrarse en misa.
Porque, cuatro años después, trece títulos más tarde, los socios del Barcelona, gran parte de la sociedad catalana por extensión, comenzaron a experimentar, merced a Josep Guardiola, la dicha de quien cree en uno mismo, de quien no se expone al miedo, de quien no tiene más criterio que el esfuerzo y la reafirmación de una idea. De tal modo que el recogepelotas, el jugador y el técnico se hicieron Dios, Uno y Trino, ante sus conciudadanos. Y por su gracia, el reflejo, social, que, hasta entonces, constituía la institución se transformó en guía, en inspiración de una comunidad que creyó que ya no era necesario resignarse para encarar la vida.
–
–¿Salvador Dalí?– Le extendió su mano.
–¡Sí! – Los ojos parecieron salírsele de sus órbitas- ¿I tu qui ets?– Alzó su bastón.
–¡El Pep!
@ecosdelbalon 28 abril, 2012
Fantástico, Javi.