“La respuesta a esa pregunta es fácil, ¿Cómo no lo voy a querer a Boca si me dio de comer toda la vida?”, Angelito Labruna.
He aquí un caso paradigmático sobre los mecanismos del amor y el odio en el fútbol. Ángel Labruna, también conocido como el Feo o Anyulin, le profesaba a Boca Juniors tal desafección que rayaba en lo cómico. Uno de sus antiguos discípulos, Juan José López, explicaba que estando en Talleres como técnico llamó a los 8 o 9 ex jugadores de River que tenía en el plantel y les dijo: “Para nosotros esto no es un partido más, esto es un River-Boca, salgan a pisarlos”. Les ganaron por cuatro goles a cero y según López había que verlo a Angelito gritando “Gooool de River”.
Semejante desapego quizás pudiera entenderse a la luz de un temprano rechazo, como el que había sufrido su compañero Moreno. A los 15 años el futuro «Charro» se vio desestimado por las inferiores xeneizes con un lacónico «no sirve» que le hizo romper a llorar. Prefirieron a otro que según Moreno venía «recomendado» y él le juró venganza al delegado de la 5ª de Boca. Sin embargo, antes del final de su carrera se daría el gusto de ponerse la camiseta amarilla y azul (1950) sin el menor poso de rencor. Más bien al revés, la revista «Mundo Boquense» recogía en su edición de febrero unas eufóricas declaraciones suyas: «vuelvo al club del que nunca debí salir».
No olvidemos que la venganza es el placer de los dioses.
Su caso es distinto al de Angelito. José Manuel Moreno se fue a probar a River «por la bronca» y el buen tino de Tito Sánchez, un aficionado riverplatense que tras encontrarle llorandoSu padre esperaba que fuera también relojero de rabia le llevó a ver a dos de los delegados de River Plate (Busuro y Roldán). También porque en un intervalo de pocos días intentó debutar en el boxeo profesional y le rompieron la nariz de un cross de derecha que se la dejó la indeleblemente torcida. Irónicamente existen varios paralelismos y superposiciones entre las historias de ambos jugadores. Por ejemplo, ninguno de sus padres les quería futbolistas y los dos tuvieron que jugar a escondidas de sus progenitores. El de Moreno, policía de profesión, consideraba que el fútbol era «cosa de vagos», mientras que el de Ángel Labruna, relojero, esperaba que el hijo aprendiese su oficio y que no perdiese el tiempo jugando. También en sus dos trayectorias coincidió un rechazo de Boca, pero en el caso de Ángel no lo sufrió él directamente, como aquel que lloró su camarada Moreno, si no que el damnificado fue un muy buen amigo suyo.
Se llamaba Máximo Pistoletti y era un chico más mayor que Ángel Labruna. Una vez había ido a «probar en Boca y, después de hacerlo sufrir mucho, lo echaron». Como sucedió con Moreno, planeó su venganza, pero él optó por buscarse un ejecutor: «Ángel, mi mayor alegría es que le hagas muchos goles a Boca. Cada vez que le metas uno, me vas a hacer feliz…». Fue una venganza de libro. Servida en plato frío, pero con su acción extendida durante más de cuatro décadas.
Un jorobado que jugaba muy bien al baloncesto.
Labruna jugó primero en el Barrio Parque FC y hasta acabó convenciendo a su padre de que hiciese de delegado del conjunto. Luego casi todos sus integrantes terminarían en la sexta división de River, el equipo del que él era hincha. Durante su etapa formativa alternaba el conjunto de cadetes de baloncesto con las inferiores de fútbol hasta que en 1934 se le pidió que eligiese. «Si me consiguen un empleo, sigo con el básquet», dijo y luego se reiría con ganas recordándolo. «Menos mal que no me lo consiguieron», decía divertido y consciente de que, gracias a aquella decisión, cinco años después comenzaría la tortura a Boca.
A pesar de su buen hacer en las inferiores, al «Feo» Labruna le costó afianzarse. Jugaba de interior por la izquierda en la misma posición que ocupaba el ídolo de la afición: José Manuel Moreno.Ángel Labruna entró en el once por JM Moreno Él mismo dijo: «Sé que si Moreno no hubiera sido excluido del equipo, yo hubiera quedado para siempre jugando de suplente, porque ocupábamos el mismo puesto». Se refería a una suspensión administrativa del crack por «bajo rendimiento» (1939), que acarreó un plante de la mayor parte de la primera plantilla cuando aun quedaban nueve partidos para finalizar el campeonato. Las bajas forzaron a Cesarini a armar un equipo con numerosos elementos de las inferiores -al que acabaron apodando «Los Guerrilleros»– y en el que estaban Labruna y el futuro puntero derecho titular Juan Carlos Muñoz. Así pudo jugar su primer Superclásico la mañana del 5 de noviembre de 1939, en el estadio de San Lorenzo y con Boca como local. Victoria por 2-1 y «goool de Labruna» en la despedida de otro mito, Varallo.
Dos años después, en otro Clásico ante Boca saldado con 5 goles a 1, bautizaría definitivamente a aquel River como «La Máquina» y Labruna tendría el honor de abrir el marcador y una época de fútbol todocancha. Se había alcanzado en aquel partido una de las más altas cuotas de perfección futbolística y el escritor madrileño José Gabriel López Buisan, afincado en Argentina, escribiría en el diario «Crítica» que Muñoz, Moreno, Pedernera, Labruna y Deambrosi «se parecieron a una maquinita».
La temporada siguiente, 1942, es comúnmente aceptada como la apoteosis de la Máquina. Su mejor iteración. Osvaldo Zubeldía diría en 1965 que era el equipo que más le había entusiasmado. A Boca vuelven a propinarle otra goleada, esta vez por 4-0, con sendos goles de Labruna. Huelga decir que a estas alturas Pistoletti estaba como «loco de contento». Luego llegaría la esperada revancha en la Bombonera durante la segunda ronda del campeonato y esta sería, si cabe, aun más dolorosa. Perdía River por 2 goles a 1 cuando en el minuto 71 se vieron obligados a evacuar al defensa derecho, Norberto Yácono, al haber sido este alcanzador por un proyectil en la cabeza. Diez minutos después Pedernera anotaría el tanto del empate y la Máquina viviría el momento considerado mayoritariamente como de mayor gloria del equipo: la celebración de la consecución del título dando su primera vuelta olímpica en la cancha de su máximo rival.
El único futbolista consignado en la biblioteca de Babel.
Una anécdota que quizás ilustre mejor la dimensión social de aquel River que cualquier tanda de datos [1], vendría a colación de un libro que se escribió en paralelo a dicha campaña (1942). El «Seis problemas para Don Isidro Parodi» de un tal H. Bustos Domecq, en realidadAquel histórico River era mucho más que un simple equipo de fútbol un seudónimo para la dupla de cuentistas bonaerenses formada por Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares. A modo de introducción para aquella serie de relatos detectivescos la señorita Adelma Badoglio, biógrafa inventada para la ocasión, ubicaba al también apócrifo Bustos Domecq comentando que «durante la intervención de Labruna fue nombrado, primero, Inspector de Enseñanza, y después Defensor de Pobres». Lo que supone una de las escasas menciones al deporte rey [2] en la obra del gran escritor argentino, puesto que es sabido que Borges detestaba el fútbol hasta el punto de haber impartido una conferencia sobre la inmortalidad a la misma hora en que Argentina debutaba en el Mundial de 1978. Eduardo Pérsico, uno de los autores del libro «Los que conocieron a Borges nos cuentan» le preguntó al propio Jorge Luis durante una entrevista por la mención al goleador de River. Borges se limitó a sonreír y dijo «esa fue una ocurrencia de Adolfito (Bioy)». Sin embargo Pérsico extrapola que si ellos escribían escuchando la radio es muy posible que lo recogieran de algún locutor diciendo «brillante intervención de Labruna». Con lo que Borges odiaría el fútbol pero hasta él escuchó jugar a la Máquina.
A estas alturas Labruna no solo era famoso si no que ya empezaba a estar indeleblemente ligado a su máximo rival. Esto era debido no solo a que se ensañaba deportivamente, que de hecho sigue siendo el máximo artillero de los Superclásicos, sino también por sus constantes desplantes y provocaciones. Cuando hubo que dar la vuelta olímpica a la cabeza estaba Labruna. Fue también el precursor de entrar en la Bombonera con la nariz apretada señalando el supuesto mal olor… del riachuelo cercano a la cancha. Había que tener valor puesto que ya hemos visto con la anterior anécdota de Yácono que la tribuna de la Bombonera era capaz de disparar a matar. Pinino Más comentó que, aun cuando hizo de técnico, entraba a la Bombonera y se tapaba la nariz, y el publico «lo escupía, lo puteaba y él se seguía tapando la nariz». Por que esta particular enemistad a parte de enconada era recíproca.
Lejos de atemperarse la relación con el final de su etapa como jugador el fastidio mutuo fue in crescendo. Uno de sus antiguos pupilos, Roberto Perfumo, lo resumió diciendo que «la gente de Boca le tenía un cagazo tremendo a Labruna, y él no le tenía miedo a nada. Manejaba todo, hacía lo que quería». Aunque hay que matizar que «hacía lo que quería» pese a los costes, porque cuando perdía un partido contra Boca perfectamente podían llegar aficionados boquenses con camiones de brea y carros de mierda a tirarlos frente a la casa de Labruna. Literalmente.
No repitas nunca lo que voy a decirte… rencor…. tengo miedo de que seas amor.
Aunque pueda resultar disparatado, Ángel se consideraba «bastante amigo de Alberto J. Armando, presidente de Boca, incluso le compraba los autos a él». Más a pesar de que en aquella época los xeneizes fueron entrenados en numerosas ocasiones por históricos integrantes de la Máquina [3], saliendo incluso campeones bajo su dirección técnica, Armando nunca osó ofertarle el puesto a su compadre. «Estoy seguro de que con Labruna saldríamos campeones, pero ni me animo a proponérselo. Ángel tiene la banda roja pintada en la piel, debajo de la camisa», diría don Armando a sus allegados.
La actitud de Armando daba pistas de que tras el envoltorio de rencor de grada existía un sentimiento de respeto boquense por el adversario. El propio Ángel no era ajeno a lasEn medio de la obsesión, había un respeto mutuo contradicciones de esta relación. Reconocía que ganarle a Boca era una «obsesión, mi idea fija», pero también existía un poso de gratitud a aquel enfrentamiento por más que lo revistiese de sarcasmo: «Miren si habrá sido importante Boca en mi carrera que gracias a ellos les pude hacer el primer regalo importante a mis viejos: un juego de muebles», en alusión a la prima que le dio River el 5 de noviembre de 1939 por vencer su primer clásico. Todo se explicaba desde su rivalidad con Boca. Incluso refiriéndose a su hijo Daniel, tristemente fallecido por un lupus, hallaba algo de consuelo explicando que «el último partido que jugó le gritó un gol a la tribuna de Boca».
Meses antes de morir Ángel Labruna le concedía una entrevista a «El Gráfico» y allí sorprendió a todos con una respuesta inesperada. «¿Usted iría a dirigir a Boca? Llegado el casi sí». Quizás fue despecho por el trato de la sociedad a la que había dedicado tantos años, pero por primera vez Ángel rompía su imagen de hincha acérrimo e incluso le lanzaba una flor a su némesis, la grada de Boca. «Creo que de local no pierdo un punto (…) Boca, con la presión de su gente, es la única cancha donde se siente la condición de local».
Una vez fallecido Labruna el autor Rodolfo Garavagno publicó «Un picado en el Cielo», bello poema dedicado al «Féo». Se daba la particularidad de que Garavagno era hincha de Boca y por influencia de su gesto nació el lema «Rivales siempre, enemigos nunca», como forma de campaña contra la violencia en el fútbol. Años después se publicaría dentro del libro “De fútbol somos”, el hermoso relato «Señor Labruna» de Rodolfo Braceli, articulado sobre la particular relación epistolar entre el Señor Labruna y un teórico aficionado de Boca, el maestro Estupor Corcuera, que paradójicamente era un gran admirador suyo. «Soy un convencido que usted tiene todas las características de un jugador típicamente boquense. Usted no arruga jamás (…) usted no le tiene miedo a nada», decía el señor Corcuera, dando así voz a un sentimiento seguro bastante extendido entre el aficionado xeneize. Una muestra de que odio y amor son los extremos de la misma línea, a veces solo a segundos y otras veces a décadas de distancia.
[1] Fue el conjunto menos goleado (37), pero también el más goleador (72) del campeonato.
[2] Bustos Domecq acabaría escribiendo su propio cuento de fútbol: «Esse est percipi» (1967).
[3] Renato Cesarini, José Manuel Moreno, Aristóbulo Deambrossi, Néstor Rául Rossi y Adolfo PederneraI. Así como otros históricos de River pero no componentes de la Máquina como Alfredo Di Stefano, José Varacka o Rogelio Antonio Domínguez.
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Artículos publicados:
1- ¿No te da vergüenza?
2- Felix Roldán y otros héroes anónimos
3- Mito y folklore de la escuela millonaria
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Próximos artículos:
5- Notas para la confección de un semillero estilo Máquina (14-11-2014)
6- Notas para la confección de un semillero estilo Máquina (II) (21-11-2014)
@_H___H_ 7 noviembre, 2014
Es difícil hablar sobre un tema por el que uno siente tanta pasión sin caer en tópicos que no se disfrutan tanto en el debate de ecos, debo decir que disfruté mucho la mención a Borges y la máquina, siempre emocionan las referencias literarias que haces en estas series.
Con respecto a Labruna y Moreno creo que me cuesta un poco la comparación de la motivación de ambos en su rivalidad con boca, pues según lo que he leído, el "charro" era fanático de boca y por eso le dolió tanto su rechazo, mientras que Labruna definitivamente no lo era; en cuanto a la relativización de su enemistad con boca puede que aplique esa dualidad tan ambigüa que suele haber en Argentina (recuerdo también la mención del tema en el artículo de Kundera sobre el súperclásico), pero más probablemente con algo similar al despecho del Charro Moreno, pues como mencionas Labruna pasó momentos malos en River como técnico, y se fue mal, como pasan casi todos ellos especialmente en un medio tan difícil como el argentino, en el que fácilmente insultan a cualquiera.
La mayor explicación para el "odio" casi caricaturesco que yo encuentro es que simplemente Labruna fuera muy fanático de River, pues ese tipo de pasión se puede entender desde ese punto de vista, desde algo que es imposible de explicar porque está hecho para sentirse y no explicarse y casos similares se han visto en la historia de esa rivalidad.
Inevitablemente la de Labruna será siempre una historia única llena de anécdotas increíbles que, bien en la tónica de esta serie a veces parecieran rozar el mito, como la anécdota de cuando dirigiendo aTalleres y mientras vencían cómodamente a River Labruna empieza a alentar a los jugadores del rival, diciéndole al Beto Alonso, por ejemplo, que transpire la camiseta que él usó por 18 años, o también anécdotas sobre la presión que hizo para que algunos de sus dirigidos, como el pato Fillol, recalaran en River.
Ese tipo de cosas son perlas del archivo, que en el caso de Labruna sobran, como cuando dirigió y triunfó en dos equipos a la vez, uno en primera y otro en la b (defensores de Belgrano y Platense), pero bueno, sobre Labruna hay material para horas y horas de charla.
Como siempre, excelente, gracias por todo esto.