
Entre Antonio Chenel ‘Antoñete’ y Gabriel García Márquez, conversando con el primero y leyendo al segundo, el argentino Jorge Valdano elaboró y acuñó, allá por los años 80, el término miedo escénico para asociarlo al Santiago Bernabéu, el estadio en el que River Plate se coronó ayer campeón de la Copa Libertadores de América al derrotar a Boca Juniors por tres goles a uno. El torero y el escritor hacían referencia al miedo que sentían, no tanto al toro y a la escritura, sino al público; a enfrentar el rumor, la vigilancia, el runrun, la crítica o el desdén. Ese miedo les llevaba a moverse hacia la dirección que cualquier otro entendería como un riesgo -el asta; la espesura ante el folio- y que por medio del miedo al público, alejándose de él, lograban enfrentar con la naturalidad que caracteriza al diferente lo que para otros era el auténtico pánico.
River y Boca saltaron presos del pánico, sin apenas intervenir ni acertar con balón
A lo desconocido, a la soledad, al futuro, a la enfermedad, a los demás, a la autoridad, al fracaso. A perder y a vivir después. El miedo no se cansa de manifestarse, principalmente porque su victoria nace de no enfrentarlo. En el fútbol, no muchas veces se han conocido los condicionantes y las connotaciones que esta inédita final, por los equipos, por las circunstancias, ha vivido y protagonizado. El fútbol, que conecta con lo social, y con lo mental, y que le vuelve todo de vuelta, se ve afectado por lo que sus actores traen en la mochila. Y así pasó. River y Boca saltaron al desconocido césped del Santiago Bernabéu, con la necesidad de un partido largo, en el que sólo el tiempo consumiéndose les obligaría a afrontar la carga que la posible derrota pesaba sobre la valentía de vencerla.
De entrada, una confirmación y alguna sorpresa: River alineaba cinco centrocampistas, con Ponzio, Enzo Pérez, Pity Martínez, Exequiel Palacios y Nacho Fernández, mientras Barros Schelotto dejaba a Wanchope Ábila en el banco para darle a Benedetto la recepción solitaria, la descarga en apoyo y la responsabilidad del gol. Las consideraciones de índole táctica, que podían constar con valor propio, pronto quedaron relegadas por las dificultades que encontraron ambos colectivos para sentirse con la libertad y la fluidez mental necesarias para hacer visible lo positivo que ambos planteamientos tenían dentro. Ocurrió que River tuvo constantemente la pelota, pero cualquier pase diferente, mezcla de riesgo y miedo en lugar de natural en toda circulación de balón, se vio como una locura. Y no sólo un pase, sino toda clase de movimiento que llevara al receptor a controlar de espaldas y a tomar decisiones, a darle temple al balón sintiendo el pie hecho un flan. El más sencillo de los envíos era entendido como una potencial pérdida. A poco que uno de los dos equipos hubiera actuado con la mente libre, todo hubiera sido completamente diferente.
Darío Benedetto fue, además del autor del gol, el más certero y preclaro de los xeneizes
Por su parte, Boca armó su 4-5-1 en campo propio, pero si bien le terminó saliendo a cuenta tener menos la pelota y esperar un fallo que generara aún más zozobra en los últimos zagueros millonarios, lo cierto es que también contribuyó a todo lo que el partido fue. Solo un vibrante y calibrado Nahitán Nández equilibró los excesos y la ansiedad de Barrios y Pablo Pérez, los dos perdiendo su sitio aún sin notar amenaza alguna a su espalda. La hubo momentáneamente, sí, pero fue más intermitente que otra cosa, pues activar ese espacio a los costados de Wilmar, pareció cosa de revolucionarios. Ni Pity, ni Exequiel ni Enzo se atrevían a perder la posición de partida, de darle una opción al balón y generar sosiego. El pasador, directamente, fuera quien fuera, se vio con los pies redondos. Pero llegó el gol. El que transformó la final y obligó a intervenir.
No es de extrañar que el futbolista que mejor comprendió el ritmo y el sentimiento generalizado fuera el siempre templado en el juego Darío Benedetto. Él y Buffarini fueron los únicos xeneizes que transmitieron un temple propicio para, simplemente, tratar de jugar y relacionarse con la pelota o el compañero. Cada toque del ‘Pipa’ tuvo sentido y completó con un soberbio gol una primera parte en la que las tres ocasiones más o menos claras llegaron a balón parado. Nadie filtró un pase, pocos se adaptaron al raso verde europeo, y pocos se movieron para generar dinámica y naturalidad en torno al balón. El miedo se lo estaba comiendo prácticamente todo. Con 1-0 se llegó al descanso. Y tras doce minutos de niebla, llegó el minuto 57.
En ese momento, a poco más de media hora para caer ante su eterno rival, Marcelo Gallardo dio entrada a Juan Fernando Quintero. El resto es historia y toca contarla.
El talentosísimo genio colombiano tuvo un impacto tan instantáneo como profundísimo en la dinámica del encuentro. El esqueleto táctico del mismo siguió siendo muy parecido, pero aquel cuadro fue abordado con la agresividad y la brocha que han caracterizado los pases que mismamente dio el de Medellín a las órdenes de José Pekerman en el pasado Mundial. A dos alturas, haciendo progresar el esférico, Quintero fue tensando pases como si fuera repasando con el dedo cada camiseta de River Plate sudada en la grada; desde el hombro izquierdo hasta la cintura, donde pone la mano cuando bota cada golpeo, y en rojo diagonal, Quintero inventó toques propios y originales, uniendo las piezas que ya se estaban moviendo. El jugador comenzó a fluir y a dominar el campo de Boca, cuyos miembros no llegaban a cada primer toque y a cada pase combinado. El ritmo y el garbo se transformaron y dieron la igualada a un River que había conectado con su versión más desbordante.
Juan Fernando Quintero se convirtió en una leyenda en 62 minutos de juego.
El encuentro llegó a una prórroga que iba a encontrar un desenlace aún más trascendental en la relevancia que el colombiano tuvo en el encuentro. Producto de su trance, fruto de su poder sobre la pelota y sobre el rival, Quintero coronó su hora de fútbol con un pelotazo, violento, visualizado medio segundo antes, rodeado por tres jugadores de Boca que sólo dieron tiempo a un disparo de corto armado que se estrelló con el larguero para acabar dentro de la portería. Basta ver el contacto previo suyo al tiro para comprender la mordiente agresividad que significó la sola presencia de Quintero en la psique de compañeros y rivales. Así, su incalculable inconsciencia le permitió dar 47 pases en una hora de juego, completar los nueve envíos largos intentados, dar una asistencia y meter el gol de su vida.
Torero como Antoñete, donde anoche nadie lo fue, y colombiano como Gabriel García Márquez, quien tenía terror al público cuando tocaba dar un discurso, incluso siendo leído, Juan Fernando Quintero ganó su final, derrotando a esa oscura nada que paralizó a todos, que amagó con dejar la gloria para los once metros y que encontró en su zurda una lección para los restos.
Potrerito 10 diciembre, 2018
Debo comenzar éste mensaje dirigiéndome al equipo redactor/editor/moderador de Ecos, disculpen mi offtopic, eliminen mi mensaje sin ningún tipo de reparos si así lo considerasen, pero les pido también permiso, porque al fin y al cabo voy a hablar de fútbol, de mi fútbol, del argentino… un fútbol tan absolutamente inexplicable que es imposible hablar de él sin no hablar de fútbol…
El motivo por cual me tomo el trabajo de escribir éste offtopic aquí en Ecos es quizás porque estoy buscando la complicidad de una comunidad que me entienda, que comparta mi pasión y empatice con mi tristeza.
Me crié con la pelota, amo a éste deporte, tanto como cualquier otro "Argentino futbolero". Pertenezco a un país que ha dado quizás a dos de los tres mejores jugadores de la historia, que tiene una de la selecciones más laureadas, que en su liga posee los equipos más ganadores del continente y que ha sido el origen de incontables e inolvidables envites que bien pueden ser capítulos de las grandes páginas del fútbol… pero éste mismo fútbol del que estoy hablando es el que me ha llevado, o mejor dicho evitado, de ir a la cancha sólo 3 veces en algo más de un lustro… primero como casi todo el mundo en mi infancia fuí con mi viejo, después mi interés casi indiscriminado por cualquier partido en cualquier estadio hizo que me acostumbre a ir solo, incluso en contra de las recomendaciones de amigos y familiares; hasta el día que a la salida del Gigante de Alberdi quedé literalmente en el medio de otro tipo de "envite", uno que emparejaba barras vs policías, la soliradidad de un vecino que empatizó conmigo al ver desde la ventana de su casa que el "partido" que se estaba jugando ahí no era mío y me permitió entrar y resguardarme, de eso hace ya más de un lustro, desde entonces han muerto barras en las canchas, se suspendió el fútbol por varios meses, se prohibieron las hinchadas visitantes y se dieron otras decenas de episodios similares… por todo ello hoy trato de disfrutar del fútbol casi exclusivamente desde el sillón de mi casa… porque no entiendo que tiene que ver la pasión con el fanatismo, ni el deporte con la violencia, yo así no lo disfruto, no lo vivo, no me alegra, de hecho me entristece ya no sólo por el fútbol sino por mi sociedad.
Como Argentino casi que me siento en la obligación de pedir disculpas a la comunidad futbolera internacional, de alguna manera en realidad porque yo mismo no puedo disculparnos… "La pelota no se mancha", ¿que ironía no?, que tan bella frase haya sido firmada por un individuo que tanto (para bien como para mal) ha representado a una sociedad que demostró que no sólo que la pelota SI se mancha, sino que al menos para mi en lo personal con repecto a ésta final de Libertadores, una sino la más importante de todas… no sólo se manchó sino que hasta se desinfló… tristeza, vergüenza, pena, frustración, eso me da hoy el fútbol Argentino, yo así no lo entiendo, no es ese el deporte que amo y mucho menos la sociedad a la que aspiro. Un gran abrazo a todos.