«Yo he visto cosas que vosotros no creeríais. Atacar naves en llamas más allá de Orión. He visto Rayos-C brillar en la oscuridad cerca de la puerta de Tannhäuser…» le dijo Roy Batty a Deckard mientras moría en el final de Blade Runner, la maravillosa películade Ridley Scott de 1982. Si hubiese tenido más tiempo, el replicante seguro le hubiera hablado de él. «He visto cosas que no creeríais… he visto a Roberto Carlos». Después de todo, aunque el mundo de Blade Runner estuviese ambientado en un futurista y semi distópico 2019, la audiencia no dejaba de ser la misma que meses más tarde vería a Italia coronarse campeona del mundo con un sistema de marcas al hombre y Gentile y Cabrini como defensores más externos. Visto en aquel momento, lo de Roberto Carlos era ciencia ficción pura y dura. ¿A ojos de 2017? También, por mucho que nos podamos hacer la imagen a la mente como un tipo de 1969, habiendo visto la llegada del hombre a la luna, pensase que en algún momento aquello sería como irse de viaje a Australia.
Roberto Carlos fue un acontecimiento único, distinto al de sus antecesores
Roberto Carlos no fue una revolución. La unicidad de su talento le regaló al universo fútbol una quimera que disfrutó como la gente del siglo XX hizo lo propio con la obra de Asimov y Clarke, o las aventuras fílmicas de Scott o Lucas. Lo del paulista no era un lateral que atacaba, algo que dicen que se inventó el fútbol brasileño en los 50s con Nilton Santos, aunque para la misma época el abuelo de Marcos Alonso ya hacía incursiones ofensivas y de juego interior en el Real Madrid de las cinco Copas de Europa y Lostau, el de La Máquina de River, ya jugaba en la posición que el nieto de Marquitos ocupa hoy día en el Chelsea diez años antes. Roberto Carlos era una especie totalmente nueva. Después del mundial de 1958, Brasil se convirtió en adalid del uso ofensivo de los laterales y fue el país que más invirtió talento en la posición, el único que realmente vio el potencial que tenía que tus defensas de banda poseyesen un arsenal técnico capaz de sumar en ataque. Y así llegaron Marco Antonio y Carlos Alberto en el 70, Marinho Chagas, Nelinho y su golazo en el mundial, los cerebrales Junior y Leandro, Josimar, Branco, Cafu y, en 1992, el que sería el eterno número ‘3’ del Real Madrid.
Para cuando llegó su debut en la selección, que un brasileño con la calidad técnica del crack de cualquier otro país jugase en la línea defensiva no era ninguna novedad. Junior había sido el ‘playmaker’ del Torino en los 80s y durante años recorrió la banda izquierda del Maracanã enfundado en los colores del Flamengo. Lo que sí era nuevo era la forma en la que lo hacía ese jovenzuelo del União São João. No era ya que llegase al espacio y apoyase las acciones ofensivas con desborde, centros, pases y disparos, o que se sumase al mediocampo como un activo más, sino que el fútbol de Roberto Carlos era propio de un delantero. Sus equipos en posicional simplemente contaban con un tercer o cuarto atacante que rompía en el desmarque con velocidad supersónica, estiraba el campo en transición y llegaba a situaciones de remate intimidando desde su chut imparable. La histeria colectiva que generó su alter ego del International Superstar Soccer, Roberto Larcos, jugando como delantero estrella de Brasil, por delante de Ronaldo, estaba sustentada en la realidad.
Su fútbol era el de un delantero partiendo desde el lateral
La poderosísima máquina económica y futbolística que era la Parmalat de los 90s no tardó en darse cuenta y durante unos años, la banda izquierda del Palmeiras la ocupó Roberto Carlos, dirigido por el modernísimo y revolucionario Vanderlei Luxemburgo. Zinho, el volante zurdo de aquel Palmeiras, abandonaba la banda y se la entregaba toda al lateral izquierdo para que hiciese su juego. Su incontestable calidad pronto se adueñó del puesto en la selección brasileña tras el mundial de Estados Unidos y llamó la atención de la Serie A. Un Inter de Milán en crisis se hizo con sus servicios en 1995 pensando en el naciente proyecto del inglés Roy Hodgson, encargado de llevar la vanguardia de la zona a la parte neroazzurra de San Siro. Aquello no funcionó. El bueno de Roy nunca entendió qué era exactamente lo que tenía en su poder. Para él, que no era lector entusiasta de ciencia ficción, Roberto Carlos era uno más de una estirpe que ya era global. Mismamente, esa temporada le habían traído a Javier Zanetti para la otra banda y en la posición del brasileño, los vecinos tenían a Paolo Maldini, ese ser perfecto que aunque doblaba al extremo con puntualidad y alevosía, era uno de los mejores defensas del mundo. El suyo, Roberto Carlos, no lo era y se daba muchas alegrías subiendo. Eso no le gustaba.
La historia dice que Roberto Carlos y Hodgson terminaron enfrentados. El entrenador lo ponía en el mediocampo o directamente en la delantera y el jugador, preocupado por su posición en la selección brasileña, tuvo que pedir a Massimo Moratti que interviniese y le exigiera al inglés que lo usase en la zaga. No sucedió. Fabio Capello, elegido por Lorenzo Sanz para confeccionar y liderar el primer Real Madrid post Ley Bosman, se fijó en él y se lo llevó para Concha Espina. El transalpino venía de dirigir a Maldini durante cinco temporadas y había decidido que el lateral izquierdo de su Madrid iba a ser el brasileño puesto que había visto en él algo especial. ¿Sabía entonces Capello que esa banda siniestra del Bernabéu la iban a ocupar Roberto Carlos y Raúl?
Su relación primero con Raúl, y después con Zidane, es historia del madridismo
Durante sus años en Madrid, Roberto Carlos eclosionó como estrella mundial y recibió el tratamiento de un fenómeno. En 1997 fue escogido por la FIFA como el segundo mejor jugador del mundo por detrás de Ronaldo; estuvo en las votaciones del Balón de Oro seis veces entre ese año y 2003, ganando el Balón de Plata en 2002, tras su primera temporada con Zinedine Zidane, su pareja de baile favorita, inmortalizada con aquel gol de Glasgow. No hubo nadie antes que jugara como él ni lo ha habido desde entonces, toda vez que Gareth Bale no tuvo la oportunidad de intentarlo. La velocidad y precisión de su fútbol, de sus pases, de sus cambios de frente, de sus disparos, de sus carreras y de sus tiros libres no produjo imitadores porque era imposible. Quizá en un futuro sí sea replicable, cuando viajar a Marte sea normal y su gol a Francia tenga explicación lógica. Mientras tanto, para verlo, toca rememorar las galopadas que el Bernabéu disfrutó porque Fabio sí leyó a Arthur C. Clarke.
Carlos Herrera 30 marzo, 2020
Genial artículo.Enhorabuena ! :=)