Camisas de seda, noches de baile, tango y cabaret. En un mundo en blanco y negro, donde los ecos de una guerra ajena llegaban en forma de tinta en los periódicos, una bandera sin color comenzaba a pintarse de celeste y blanco con un sol bisoño asomándose en el centro; y Martín Fierro la miraba con millones de pupilas, embriagado. Era Argentina, porteña y propia; tan grande que no cabía dentro de sí… como su fútbol. Y en Núñez y La Boca, Avellaneda y Boedo, un niño no tenía que alzar la vista para ver los astros: solo tenía que ir a la cancha porque en Argentina cada día nacía uno nuevo. Y la gente iba y en los campos de fútbol abarrotados se escribía un relato sin igual: el mejor fútbol del mundo no necesitaba ganar ninguna copa para serlo. ¿Necesitó Borges el Nobel para ser el mejor escritor de siempre?
La década de 1940 en Argentina fue como una velada de speakeasy en La Prohibición, selecta y ostentosa a espaldas de un mundo gris. Mientras en Europa se lanzaban bombas y en Brasil aprendían a jugar, en Buenos Arias, La Plata y Rosario descosían la pelota más allá de la imaginación: «todo lo que veo ahora ya lo vi, pero lo que veía antes no lo veo más». ¿De qué carajos hablaba Pedernera? ¿De qué filigranas perdidas cual Atlántida fueron testigos sus ojos que pronto no habrá nadie que las recuerde? Como si de un secreto que debía ser guardado con celo, finalizada la guerra y llegado el Mundial, Argentina decidió no jugarlo. O no pudo. Otra vez la Atlántida: en 1949, la huelga, un maremoto, se lo llevó todo. Nos quedó Di Stéfano como prueba de que existió una vez un lugar en el que ‘La Saeta’ no era un dios ni brillaba más fuerte que nadie en el firmamento.
No hay grabaciones de fútbol argentino de la década de 1940, solo testimonios
O eso es lo que dice la leyenda: ¿Cómo saberlo? Subcampeones en Uruguay 1930, pero reyes de América de el 27′ y el 29′; primera fase de 1934, pero los suyos bañados de oro y billetes enfundados en la bandera de la Italia fascista. Y pasarían veinticuatro años para que quisieran volver a jugar, recelosos de un tesoro que convertía el cuero en diamantes. Quizás tenían razón. Eso también es parte del mito: lo que pasó en 1958 en Suecia no debió ocurrir jamás. En el país mundial de los culpables, las sentencias fueron repartidas. Jugadores, cuerpo técnico, la AFA y hasta Perón fueron declarados responsables. La lógica del periodismo era la contradicción: Argentina había perdido porque se había aislado, jugando apenas un puñadito de partidos entre 1949 y 1954, cayendo su fútbol en la obsolescencia y el desfase técnico y táctico, pero también había perdido por abrirse al mundo y no nacionalizar su fútbol como se había pedido tras el gol imposible de Grillo a Inglaterra en 1953. Por ello, ni Sívori, ni Angelillo, ni Maschio, ni Domínguez ni el mismo Grillo fueron a la Copa del 58′, arrebatados por el dinero europeo a quienes eran sus legítimos dueños. Culpables porque sí y porque no.
Lo cierto es que ‘El desastre de Suecia’ estaba dentro de las cábalas de Stábile, el eterno seleccionador argentino, y las razones para ello no eran ninguna de las citadas por la prensa. Para empezar, el aislacionismo no era tal: si bien la selección sí que se había prácticamente borrado del mapa durante un lustro, los clubes argentinos y Millonarios, colombiano pero argentino en alma y cuerpo, sí organizaron varias giras internacionales en las que su calidad quedó demostrada. ‘El Ballet Azul’ cambió para siempre la historia del Real Madrid y meses después, con Di Stéfano, Molowny y Gento en plantilla, fue vapuleado 0-6 por el Independiente de Grillo, la gran estrella argentina de la década. Por otro lado, cuando la selección volvió a competir, fue campeona del sudamericano del 55′, subcampeona del 56′, campeona inenarrable en el 57′ y campeona otra vez, ahora contra Pelé, en el 59′. Las décadas de 1930 y 1940 en Argentina habían dado a luz a equipos vanguardistas en lo técnico, en lo táctico y en lo físico, y el fútbol argentino de mitad de siglo era hijo de aquel. Si Argentina no había querido adoptar las doctrinas tácticas europeas, como si hiciese por ejemplo Brasil, era porque no había querido: veían ese fútbol como un rígido al lado del suyo, ágil, flexible, elástico y alegre. ¿Si era así por qué lo de Suecia era previsible? Porque la AFA y sus manejos interesados, en lugar de darle rienda suelta al místico equipo de Lima, cambió tanto a los jugadores migrantes como a los que se quedaron por uno roído y veterano cuya base era el River Plate crepuscular de la época, y con ellos el fútbol carasucia se veía lento y demacrado incluso ante el más flemático de los europeos.
En su regreso a los Mundiales, Argentina perdió 6-1 contra Checoslovaquia
La debacle en la Copa movió los cimientos del fútbol argentino. Derogó ‘La Nuestra’ y los envolvió en una cruzada europeísta por la modernización del juego y la táctica en el país. De España llegó Juan Carlos Lorenzo como científico evangelizador. Discípulo de Helenio Herrera, Lorenzo se convirtió en la cara más visible de una revolución que revolcó la identidad del fútbol argentino, fracturándola hasta nuestros días. El repliegue y el contragolpe no eran conceptos nuevos en Argentina. En «Táctica y Estrategia», Carlos Peucelle confiesa que el celebrado River campeón de 1931, del que formó parte, tomó la decisión de jugar de esa manera contra Independiente y Estudiantes porque era la mejor forma de hacer frente a sus portentosas delanteras. En Italia, que dichas estrategias pudiesen ser usadas por los clubes grandes fue una revelación; en Argentina, Perogrullo. La distinción entre lo de Lorenzo y lo de antes radicaba en que antaño ese estilo de juego estaba enmarcado en la escala de valores y virtudes del fútbol argentino clásico y lo de Lorenzo no: con él había una estela especulativa y antitécnica que en otros tiempos era sinónimo de vergüenza. Sin embargo, en 1960, en una Argentina herida en el orgullo, insegura y miedosa, aquello encajó de maravilla y se entendió como una característica vinculante del fútbol moderno.
Mientras tanto la AFA, en su afán de reivindicación, había perdido los estribos. Entre 1939 y 1958, el seleccionador había sido Guillermo Stábile. Entre 1959 y 1970, en cambio, diecisiete entrenadores fueron en su momento nombrados como directores técnicos de la selección, con nombramientos múltiples de D’Amico, Lorenzo y Minella. Fue entonces que jugar para la selección comenzó a verse como una forma de perder prestigio. Mientras los clubes contaban con cierto grado de éxito, que iría a más para finales de la década, la selección era un ente fantasmal. La renovación llevada a cabo por Lorenzo de cara al Mundial de 1962 fue un fiasco y Argentina otra vez se devolvió en primera ronda. Para la Copa de las Naciones de 1964, un torneo amistoso organizado por Brasil en el que querían celebrar su dominio del universo fútbol, invitando a Inglaterra, padres de la criatura, Portugal, madre patria, y a los argentinos, que les habían enseñado a jugar, el cargo de seleccionador recayó en José María Minella, el hombre River, el autor detrás de ‘La Maquinita’ de fútbol brillante campeona de 1947. Argentina fue la ganadora del título del 64′ pero su actuación no fue una remembranza de la gran época de ‘La Nuestra’ sino todo lo contrario: con un 4-2-4 que al estilo de la Brasil de 1962 se convertía en 4-3-3 asimétrico gracias al puntero ventilador que retrocedía hasta el mediocampo, el triunfo argentino estuvo marcado por adjetivos como sacrificado, organizado, combativo e inteligente en un sentido que Osvaldo Ardizzone definiría como «cálculo especulativo». Lo más celebrado del torneo fue el marcaje de Rattín a Pelé, símbolo de la nueva era: ‘La Nuestra’ había muerto.
Y de las cenizas nacería una flor. Ermindo ‘El Ronco’ Onega era una de las últimas joyas del semillero de River. Apenas unos años menor que Sívori, Onega era un coletazo de entonces. Un delantero con un pique fenomenal, había sido uno de los jugadores más importantes en el título de 1964, pero en enero del año posterior sufrió una lesión que lo dejó meses sin poder jugar y cuando volvió, ya no era el mismo. Había perdido potencia en la arrancada y velocidad en los metros finales, las características que hacían demoledor su fútbol. Renato Cesarini, el mito y director técnico de River entonces, en toda su sabiduría, supo darle la vuelta al tema: retrasó la posición de Onega y lo convirtió en un mediocampista cerebral. En lugar de matar, ahora ordenaba muertes. Y así se inmortalizaría. Ahí jugaría en el renovado equipo de Minella que clasificó al Mundial de 1966 con Onega de enlace en el 4-3-3 asimétrico; y también lo haría en la Copa, con Lorenzo por impostura gubernamental de seleccionador, aunque esta vez bajo un 4-3-1-2 que Argentina acogería como sistema predilecto durante la segunda mitad del siglo XX, y que bien puede ser atribuido como invención gaucha: el primer equipo en jugar bajo esa disposición, aunque entonces no fuese catalogado así, fue el Boca Juniors de Deambrossi de 1963, y paralelamente a la Argentina de Lorenzo, el Racing de Juan José Pizzutti desarolló su propia versión con Humberto Maschio de enganche. Argentina había encontrado un nuevo tótem. The Times They Are a-Changin’ también debutó aquel año.
El enganche personificó el fútbol argentino durante medio siglo
El enganche no era nada nuevo: en Brasil, de hecho, con el advenimiento de los nuevos sistemas europeos se lo había desechado y en Argentina, ya en la década de 1940, Armando ‘El Chueco’ Farro, del San Lorenzo de Almagro, había jugado con maestría en ese rol. Sin embargo, no era en Argentina una figura venerada. Incluso, cuando Pedernera hacía las veces de mediocampista creador por detrás de los delanteros, se lo acusaba de esconderse. Solo hasta Onega fue que la posición alcanzó verdadero prestigio. Y a ella se entregaría Argentina tras los fracasos en el Mundial de 1966 y la Copa América de 1967. El elegido como nuevo seleccionador fue Cesarini, pero no duraría mucho en el cargo. El tumultuoso presente político argentino enmarañaba aun más a la AFA: Renato dirigió cinco partidos. Su reemplazo, de nuevo Minella, seis en 1968 antes de ser reemplazado por Maschio, que se había retirado como jugador a finales de ese año y ya a principios del 69′ fue designado como seleccionador. Duró cuatro juegos. Ante el advenimiento de las Eliminatorias para el Mundial de México 1970, la AFA decidió reemplazarlo por Adolfo Pedernera, el mejor futbolista argentino de los 40’s e ideólogo del Millonarios de 1950 y el Boca de Deambrossi.
Con apenas semanas de preparación, Pedernera se entregó a un niño de 18 años que jugaba en Huracán. Miguel Ángel Brindisi, enganche y artista, había debutado con Maschio en junio y ya para julio era prácticamente un indiscutible en el seleccionado, sentando a jugadores consagrados en el banquillo. Emparejada con Perú y Bolivia, y con las Libertadores del 67′, el 68′ y el 69′, y las dos últimas Intercontinentales en el bolsillo, Argentina tenía todo para clasificar y no lo hizo. El primer partido fue en La Paz y Argentina perdió por 3-1. Cambió medio equipo para jugar en Lima y volvió a peder: 1-0 contra una Perú jovencísima que todavía no sabía que era de oro y haría historia. Un 1-0 en La Bombonera contra Bolivia dio oxígeno a los de Pedernera, aunque sin Brindisi y cuatro delanteros no había habido conexión entre el mediocampo y el ataque. A falta de un partido como local, una victoria en casa de Boca contra Perú obligaba a un desempate tripartirta. Otro resultado dejaba, por primera vez, a Argentina fuera de la cita orbital en contra de su voluntad. Pedernera se la jugó de nuevo por Brindisi, con Rulli y Pachamé de guardianes por detrás de él. Donde antes habían cinco hombres, ahora había un niño. El clima en La Bombonera era de ansiedad, nervios y entusiasmo. De histeria. Y al final hubo silencio: Argentina, jugando mal pero con jugadores brillantes, solo logró, y sobre el final con un golazo de Alberto ‘El Toscano’ Rendo, otro de esos jugadores de otro tiempo, un empate. Perú iba al Mundial y ellos no.
Cincuenta años después, Argentina, Perú y un Mundial en juego en La Bombonera
Han pasado casi cincuenta años y ha querido el fútbol que la historia vuelva a encontrarse consigo misma. Otra vez la AFA en ruinas. Otra vez baile de entrenadores. Otra vez Perú. Otra vez La Bombonera. Siempre Argentina. Hoy juegan y el Mundial está sobre la mesa… otra vez. Tras aquel fatídico partido, Argentina tardó casi treinta años en volver a jugar en el estadio de Boca. Hoy, cuando la histeria está a reventar, alguien en la AFA decidió revivir los fantasmas y decidió que el encuentro ante Perú se jugase allí. ¿No le avisaron a Napoleón que Rusia era inconquistable? Y aun así fue. Hace cincuenta años, Perú y La Bombonera fueron para Argentina el epitafio, como escribió Ardizzone, del fútbol de las camisetas de seda. El fin de los tiempos de la cometa. ¿Para Messi podrá ser también el fin? ¿O será un inicio? Esta noche seremos testigos.
Abel Rojas 5 octubre, 2017
Impresionante Eduardo Ustáriz metiendo aún más dramatismo al partido de Argentina.
Debo confesar yo que tengo muchas ganas de ver a Icardi. Sé que decepcionó en su desembarco, pero para mí estamos ante un delantero ultra decisivo en el marco internacional. Confío en él.