El 20 de mayo de 1998, el Real Madrid recuperó su memoria. Mucho se ha leído y escuchado sobre el sentido histórico y hasta mitológico de la noche de La Séptima, y este texto no ahondará en tan escrita Leyenda; casi dos décadas después, y a un día de que los dos clubes que se midieron en Amsterdam se vuelvan a ver las caras en una gran Final, lo que se va a pretender será analizar futbolísticamente qué hubo detrás del gol de Pedja Mijatovic que significó la derrota del, con poca discusión, mejor equipo del mundo.
Era la tercera final consecutiva de la Juventus. Se sabía todas, se sentía superior e infundía un respeto fundado. Marcelo Lippi había construido un sistema de dibujo oscilante que cambiaba del 5-2-1-2 al 4-3-1-2 según la posición adoptada por Angelo Di Livio, el típico soldado italiano de toda la vida que en el proyecto de Capello representó Mauro Camoranesi y en el de Conte, el primer Claudio Marchisio. Cuál formación de las dos se veía esbozada no dependía, como sucede en muchos equipos de hoy, de si la Juve tenía o no el balón, sino de las características del rival y el momento de los partidos. Según ello, Di Livio se abría y bajaba para hacer de carrilero en una línea de cinco defensas o subía y se cerraba para formar triángulo con Deschamps y Davids en la medular y liberar al holandés para que sorprendiera con sus incursiones por el carril central. Esta versatilidad táctica era uno de los rasgos más característicos del claro favorito al título. Los otros dos, la brutal intensidad en la presión y el fútbol de Zinedine Zidane.
Zidane, que ejercía de mediapunta tras Del Piero e Inzaghi, fue el dueño de los 20 primeros minutos.
Heynckes temía al actual técnico del Real Madrid y optó por cambiar de posición a Seedorf y Karembeu en pos de limitar su ascendencia. Se suponía que Christian, que conocía a Zidane de la selección bleu y tenía más experiencia que Clarence, podía hacer mejor labor defensiva al lado de Redondo en el doble pivote, y por ende, el emblemático tulipán, que todavía era un niño aunque ya hubiese ganado una Champions con el Ajax, pasó a la banda derecha. Tanto él en esta como Raúl en la izquierda empezaron el partido muy, muy abiertos. Y así, Zidane protagonizó un arranque de encuentro que dejaba claro que él era El Rey. Masacraba la nuca de Redondo y Karembeu. Los tifosi, en la grada, cantaban el nombre del artista porque, viéndolo, quedaba toda la pinta de que les iba a regalar su tercera Copa de Europa.
Sin embargo, Fernando Hierro sobrevivió. E hizo sobrevivir. En 90 minutos en los que Roberto Carlos, Redondo, Seedorf o Raúl completaron actuaciones muy normales, alejadas del nivel que exhibirían tras la legitimidad que les profesó precisamente La Séptima, el central malagueño protagonizó un partido como para presentar oposición no a mejor central del momento, sino a mejor futbolista del planeta. Ver ese encuentro hoy día, que estamos inmersos en tiempos de nada menos que Sergio Ramos y Gerard Piqué, borra de la mente posibles debates sobre el defensor más imperial de la historia del país. El grado de dominio esgrimido por Hierro ante la entonces traumatizante pareja formada por Del Piero e Inzaghi supera lo lógico y no existen palabras para describirlo. Hierro no sólo estaba abortando, desde la nítida inferioridad colectiva, los ataques bianconeri, no se conformaba por colorear a Pinturicchio del color que vuelve invisible, sino que cada corte era el inicio de una nueva jugada blanca, y cada lance lo firmaba con una elegancia y una suficiencia visual que se excedía de todo. No se explica de dónde un jugador que a sus 29 años apenas había ganado tres Ligas, con un escasísimo bagaje en la Champions, sacó grandeza para parecer el más grande. El fútbol vintage suele decepcionar a quien lo visita porque se jugaba más lento y con más simplicidad, pero la Final de 1998 es una excepción. Revisionar la Final de la Séptima es admirar a la Juventus, enamorarse de Zidane y elevar a Fernando Hierro a los altares más exclusivos de este juego. Se han visto muchas cosas en los últimos 20 años, pero no a otro central jugar como este hombre aquella noche en el Amsterdam Arena. El Madrid moderno es hijo de lo que él hizo allí.
La presión organizada y sustentada por Deschamps provocaba muchos pelotazos en la salida del Madrid.
Y aquel hecho obró el milagro. Fernando Hierro cogiendo de la pechera al Real Madrid y manteniéndolo en pie permitió que un vestuario sin experiencia ni pedigrí, que sobre el césped se expresaba como un equipo sin cohesión ni continuidad, se rehiciese de 20 minutos de paseo militar de la todopoderosa Juventus con mentalidad de campeón. Hasta ahí, Deschamps -impacta verlo a posteriori, era un señor del fútbol- contactando con Zidane y Zizou juntando al Madrid por dentro para luego descargar hacia Di Livio en derecha o Pessotto en izquierda habían desarbolado a los de Heynckes; pero tras aquel punto de inflexión, el Real cerró a Raúl y Seedorf, estrechando mucho su medular para proteger a Redondo, y Karembeu se enfocó de modo casi exclusivo sobre su estelar compatriota, cortocircuitando de facto el tráfico interior de los italianos. La Juve se vio forzada desde entonces a atacar por las bandas desde el inicio de las jugadas, y se notó sobremanera que Di Livio y Pessotto no derrochaban creatividad.
Con este escenario, y dejando claro que se estaba asistiendo a un partido de transiciones -de ahí la sensación de modernidad superior a la de la mayoría de Finales que se sucedieron de ahí hasta mitad de la década siguiente-, emergió el segundo hombre de la Final para el Real Madrid, que fue Mijatovic. Con Raúl y Seedorf centrados y desempeñando tareas de desgaste, y con Roberto Carlos bastante atado atrás, sería el montenegrino quien se abrió a banda izquierda y empezó a amenazar superando en el mano a mano al pesado Torricelli. Y desde ese match a favor que construyó el Real, creció su peso en el choque, dejó de pegar tantos pelotazos verticales como en el primer tramo del mismo y se atrevió a tocar la pelota con más criterio. Sin arribar al punto de desbordar a la Juventus, había conseguido que, por lo menos, no diera la impresión de que se estaba quitando el balón de encima porque no podía hacer otra cosa. La Final se había equilibrado y el hecho de contar con Pedja, el atacante más inspirado sobre el campo, había llevado a los merengues a disponer de las ocasiones de peligro más claras.
Edgar Davids fue el futbolista más incontrolable para el Real Madrid durante el segundo tiempo.
El segundo periodo arrancó con la noticia de que Tacchinardi supliría a Di Livio. O sea, la Juve sacrificó versatilidad y amplitud y apostó por un 4-3-1-2 más definido que manejaba una doble intención: por un lado, fijar a Torricelli más cerca de Mijatovic y poner a Iuliano más cerca de la ayuda; por el otro, liberar a Davids como interior izquierdo para que su electricidad y uno contra uno volviera a dar vida al carril central durante la fase de ataque. En base a esta, Lippi dio la vuelta a la situación y su equipo tomó la iniciativa; sin contactar con Zidane y por tanto sin recuperar la supremacía del principio, pero mandaba la Vecchia Signora. Dicho lo cual, Hierro seguía presente y eso equivalía a resistencia y fútbol; el Real seguía saliendo y Redondo, picado, creció un poquito; y en una escapada, se dio el transgresor tanto de Pedja que giró la historia del madridismo.
Lippi necesitaba convertir su superioridad teórico -y en muchos momentos práctica- en una vorágine de ocasiones y con Hierro tratando a Del Piero como si fuera un niño chico y con Zidane enjaulado por Heynckes, la Juve adolecía de una falta de creatividad bastante manifiesta. En esas, optó por atacar a partir del volumen y metió en el campo al delantero Fonseca y al vertical Conte -Antonio-, situando a Davids en una falsa posición de lateral que le alzó como el recurso ofensivo más eficaz de la Vecchia Signora, porque era una suerte de Marcelo yendo hacia dentro con el balón controlado y sorprendiendo por zonas donde a un lateral no se le aguarda. Él sembró el caos que se tradujo en tres ocasiones esta vez sí claras para el caza-goles «Pippo» Inzaghi, pero al contrario de lo que sucedería en la Final de 2007 (¡nueve cursos más tarde!), Inzaghi no las metió dentro. Significativo Bodo Illgner, cabe añadir, pues su colocación y tamaño hacían ver el arco de los blancos muy, muy pequeño. El Real Madrid supo fallar poco, le acompañó la dosis de fortuna que siempre se precisa y, haciendo claudicar al equipo más dominante de la segunda mitad de la década de los 90, recobró su posición en el mundo. Un mundo, ya por fin, a color.
Foto: Clive Brunskill/Allsport
Jaime Ratazzi 2 junio, 2017
Que bueno Abel, no puedo esperar a la final del sábado y leyendo este artículo me han entrado muchas ganas de ver este partido, me has sorprendido con lo de Hierro, al que la edad no me hace ubicarlo, pero que digas que no sólo no le va a la zaga de Puyol, Ramos y Piqué sino que es el mejor de los 4 me va a obligar a verlo jajaja.
Un abrazo 😉