
Superar a un padre que lo ha sido todo en su campo es una tarea hercúlea. Oír los comentarios despectivos, las constantes comparaciones y la lista de éxitos de tu progenitor cada día, en cada momento que tú practicas la misma actividad, no es fácil. Más cuando tu padre no ha sido sólo bueno, sino el mejor. ¿Qué presión soportaban Edinho o Jordi cada vez que pateaban un balón? ¿Qué más prueba de carácter hay que el hecho de que siguiesen haciéndolo aún a sabiendas de que la etiqueta de “hijo de” nunca los abandonaría? Esa misma presión la vivió toda una generación de jugadores españoles a mediados de los 60, sucesores del equipo más exitoso de la historia de la Copa de Europa. Un grupo de chavales que, a pesar de su aspecto serio y maduro, apenas tenía experiencia y se tenía que vestir con las legendarias y pesadas camisetas blancas del Real Madrid C.F., teniendo la responsabilidad de pasearlas por Europa sin manchar la leyenda de sus padres.
Bernabéu, Chamartín, la Champions y Di StefanoEl Real Madrid, sombrío y mediocre club de la posguerra española, había crecido a finales de los 50 en base al genio de un presidente adelantado a su tiempo, Don Santiago Bernabéu, y de la valentía que su figura irradiaba. Bernabéu asentó el renacimiento del club en base a una faraónica estructura de hormigón que pronto llevaría su nombre. De las repletas gradas del enorme estadio de Chamartín, donde más de cien mil fieles se agolparían religiosamente cada domingo y fiesta de guardar en los siguientes 50 años, salió el oxígeno que permitió al club respirar y recuperarse de las miserias de la guerra, la autarquía y un Régimen que prefería hacer ojitos a equipos de aviadores y de fugados del Telón de Acero.
Otro personaje que arrimó el hombro, y de qué manera, fue un tal Alfredo Di Stefano, argentino, futbolista total, amante del dinero y no tanto de los contratos firmados. Tras la saga que trajo a Di Stefano a Madrid después de darle todas las vueltas posibles al Pacto de Lima, la Saeta Rubia lideró con mano de hierro a un equipo que jugaría siete de las primeras nueve finales de la Copa de Europa, competición nacida de la soberbia de unos Lobos ingleses, la cabeza de un periodista francés y los arrestos de, entre otros popes del fútbol europeo, Don Santiago Bernabéu. Bernabéu, como poco tenía que perder, decidió arriesgar todo.
La renovación del equipo Pentacampeón de Europa fue un reto formidable.
Lo cierto es que tras ganar las cinco primeras ediciones de la Copa de Europa, el Madrid vivió el primer lustro de la década de los 60 con la angustia de ver a sus más rutilantes figuras, Di Stefano, Puskás o Santamaría ganar kilos y años. El resto del fútbol europeo les había pillado y, ora Eusébio, ora Mazzola, los viejos monstruos madridistas ya no tenían gasolina suficiente para volver a ganar la Copa de Campeones. Poco a poco, exprimiendo unas arcas que se iban quedando vacías, Bernabéu fue trayendo savia nueva, y sobre esta nueva generación caía la responsabilidad de mantener al club en el trono al que se había aupado durante la década anterior.
La cabeza visible de la nueva camada llegó de La Coruña, era extremo derecho y se llamaba Amancio Amaro. Con las medias a media tibia, valga la redundancia, hasta que sus marcadores se las bajaban a la altura del tobillo, el gallego brujo compartirá los últimos años de Di Stefano en el Madrid y hará diabluras desde su costado. Amancio será referencia antes de la salida de la Saeta, ganará la Eurocopa del 64 con España y también los galones que los perros viejos le habían instado a merecer antes de lucir el escudo del club en la camiseta. “Ante la duda, pelota a Amancio”, se convirtió en un mantra del madridismo, que sabía que en la banda derecha tenía un seguro de vida.
Pirri fue una absoluta referencia del fútbol español y del MadridJunto al coruñés aparecerán un ceutí, José Martínez –al que Bernabéu se negaba a llamar Pirri- y un navarro, Ignacio Zoco. Los tres se convertirán en las referencias no solo futbolísticas, sino también anímicas del Real Madrid. Zoco se convertirá en el sucesor de Santamaría por su tranquilidad en la zona defensiva. Será capitán del club y baluarte de la retaguardia blanca por una década. Poco tiempo si se compara con el volcánico Pirri, que llegó como interior y acabó siendo lo que él quisiese. Futuro doctor, hizo sus primeros pinitos en el Granada antes de dar el salto, y sería el líder del equipo hasta su salida camino del fútbol mexicano tres lustros más tarde. Pirri actuaba como interior, como mediocentro y hasta como líbero, tenía un despliegue físico fuera de serie y no iba corto de técnica. En un período bastante oscuro para el fútbol español, el que va desde el Mundial del 66 hasta el del 78, Pirri es una referencia del balompié europeo, ganándose incluso el apodo de «Capitán Coloso» a mediados de los 70 por sus grandes actuaciones de la Copa de Europa.
Tras la derrota en la final de Viena de 1964, contra un Inter de Milan que fue muy superior al veterano cuadro madridista, la renovación se aceleró. Sin Di Stefano mandando en el campo –y el vestuario-, la sangre joven comenzó a correr por el Bernabéu: Pedro de Felipe, rocoso central, Manuel Sanchís, tragamillas inclasificable, la clase de Manuel Velázquez y la finura de Ramón Moreno Grosso, que heredó un número nueve que hubiese aplastado a muchos otros. Todavía seguía Gento, perfecto nexo de unión entre ambas generaciones, y aún en plenitud de facultades, y también el abuelo de todos, el incomparable Puskás que seguía estirando su segunda carrera en la capital de España. Con estos mimbres el Madrid completó su primer quinquenio de títulos de liga, prolongando su estadía en la Copa de Europa por más de diez años ya a esas alturas.
El reto para la nueva generación era hacerse respetar en Europa.
Mantenido el trono en España, había que dar el do de pecho en la competición europea, donde los mayores de edad realmente demostraban su talla. En aquel momento el continente estaba dominado por los italianos, que enlazaba ya tres entorchados consecutivos. Primero el Milan y posteriormente, en el 64 y el 65, el Inter de Helenio Herrera, que era la auténtica bicha del concierto europeo.
El primer obstáculo sería el Feyenoord holandés, que en Rotterdam fue capaz de dar la vuelta al tanto inicial de Puskás, poniendo un marcador de 2-1 que sembraba dudas sobre la competitividad del equipo. Pero el húngaro, como queriendo proteger a sus jóvenes discípulos, dejó en la vuelta su última exhibición antes de dar paso a la nueva camada. A la tierna edad de 38 años, Puskás destrozó a los campeones holandeses con cuatro goles, opacando la gran actuación de un Grosso que, luciendo la 9, bajaba al medio campo a asociarse con Velázquez y Pirri, creando el caldo de cultivo perfecto para que el veterano magiar gozase de espacios para machacar las redes contrarias. Fue esta una ronda eliminatoria en la que los grandes favoritos no tuvieron piedad de sus humildes rivales, como bien lo atestiguan los dieciocho goles del Benfica al Dudelange luxemburgués, los diez del Werder Bremen al APOEL chipriota o los nueve del Manchester United al HJK finlandés.
Eusebio y el Inter iban avanzando en el cuadroLa segunda ronda, y sin el caprichoso bombo europeo haciendo de las suyas, dejó como enfrentamientos más importantes el del Partizan y el Werder Bremen y el duelo entre dos de los mejores atacantes de Europa, Georgi Asparukhov con su Levski de Sofía contra Eusébio y su Benfica. Del primero salieron vencedores los yugoslavos, que empezaban a ser considerados como un claro outsider al título. La agilidad de Soskic en la puerta, la seguridad y experiencia de Jusufi y el líbero Velibor Vasovic en defensa y el poderío de Hasanagic y Galic en el centro del ataque les convertía en un rival peligroso para cualquier equipo. Por su parte, los benfiquistas arrancaban un empate en Sofía para rematar la faena en casa, ganando por un total de 5-4. Eusébio y Asparukhov dejaban su duelo en tablas, con tres goles cada uno en la eliminatoria.
Por su parte, el Inter empezaba la defensa de su título sufriendo una derrota en Bucarest contra el Dinamo, que remontaría en los últimos instantes del partido de San Siro. Susto grande, pero los de HH seguían adelante, como también lo hacía el United, los talentosos húngaros del Ferencvaros –con Florian Albert al mando de las operaciones- o el Anderlecht de Paul van Himst, sensación del fútbol europeo. No hubo mayores problemas para el Madrid, que tras un empate a dos en tierras escocesas, le metía cinco al Kilmarnock en el Bernabeu.
Los cuartos de final van a ser un choque total de estilos.
Mientras seguía progresando en Europa, el Madrid estaba metido totalmente en la lucha por el título de liga en España. Su rival era el Atlético de Madrid, que trataba de evitar el sexto entorchado madridista consecutivo. La lucha se prolongará hasta el final de temporada, con el Atlético lanzado gracias a los goles de un Luís Aragonés que terminará como Pichichi, ganando el título por un solo punto. Estrenarían su flamante nuevo estadio al año siguiente en Copa de Europa.
El Madrid era una rara unión de finura y garraPara entonces el estilo de juego del Madrid ya estaba bien definido, con Grosso ejerciendo de falso nueve y sin un delantero centro de referencia una vez Puskás dejó de jugar. Velázquez, que era el cerebro del equipo se había asentado con la camiseta número diez, con Gento y Amancio en los costados –aunque este también jugó bastante como interior, intercambiado con Serena- y Pirri guardando el medio del campo y llegando desde segunda línea a la zona de gol. Atrás, Zoco y De Felipe, con Sanchís y Pachín formaban la línea de cuatro delante del guardameta. El Madrid era una rara mezcla de finura y garra, de individualismo y trabajo colectivo, no siempre en ese orden, no siempre en las mismas proporciones.
Para los cuartos de final el rival sería el Anderlecht. Campeón de Bélgica, había eliminado al Madrid varios años antes, en una eliminatoria en que el fuera de juego tirado por los de Pierre Sinibaldi fue un enigma que los madridistas no supieron resolver. Ahora, con el joven Paul van Himst como máxima figura, los de Bruselas se veían con opciones de dar la campanada. Y fue el brillante van Himst, un torbellino que aparecía por todo el frente de ataque, muy rápido, habilidoso y con gran sentido del gol, el que marcó la diferencia en el Emile Versé. Una victoria fuera de casa eran palabras mayores en la Copa de Europa, toda una odisea. Cómo han cambiado los tiempos. La vuelta supuso la gran confirmación de Amancio como figura europea, autor de dos goles que remontaban la eliminatoria para el Madrid, a los que se sumó un tercero de Gento casi al final del encuentro. Pero los belgas eran duros de pelar y tenían dinamita arriba. Con van Himst bien marcado por la defensa española –imaginamos que se pasaría un par de noches con sacos de hielo en las tibias, aunque lo mismo pudo decir Amancio-, fueron Puis y Jurion, internacionales belgas, quienes recortaron en el 87 y el 90, metiendo el miedo en el cuerpo a la parroquia madridistas, que suspiró aliviada cuando Monsieur Barbéran pitó el final y confirmó el billete de los blancos a semis.
Esa misma noche de marzo el Partizan destrozaba al Sparta de Praga por 5-0 en Belgrado, sellando la remontada del 4-1 recibido en tierras checoslovacas. Fue una eliminatoria caliente, con los yugoslavos clamando venganza por el trato recibido en la ida. Mientras el equipo del ejército yugoslavo culminaba su hazaña ante sus homónimos checos, una bomba atómica estallaba en Lisboa. Se llamaba George Best, tenía diecinueve años y acaba de tomar al asalto el Estadio da Luz. Lideró a un United desmelenado que le hizo cinco goles en su templo al altivo campeón portugués. Así pues, el panorama no pintaba demasiado bien para el Madrid, que no pasaba de ser un equipo ordenado y con ciertas individualidades ante el poderío del Machester United de la Santísima Trinidad, el inabordable Inter campeón y los talentosos yugoslavos del Partizán.
Amancio sería decisivo en cada eliminatoria de la Copa de Europa 1966Para el Madrid quedaría el desafío de acabar con el reinado de los italianos, mientras los ingleses pasarían el mal trago de volver a Belgrado ocho años después de la tragedia vivida tras jugar en la capital yugoslava. Helenio Herrera declaró temer al Madrid como a la peste, y los blancos le dieron la razón, crecidos, ya que hasta la lesión de su portero Betancort atacaron sin tregua la meta defendida por Sarti. Un caudal de ocasiones de gol de las que solo una materializada por el omnipresente Pirri subió al marcador. Tras ello, el Madrid contemporizó guiado por la batuta de un Manolo Velázquez magistral. En los últimos minutos, viendo que el Inter no buscaba crear peligro, Miguel Muñoz tocó a rebato en busca del segundo gol, pero este no llegó. Faltaba la vuelta en el Giuseppe Meazza, lo que suponía la encerrona más grande de Europa en aquella época. Muñoz no se cortó diciendo que el Madrid «jugaría a la italiana», obligando al Inter a salirse de su guión más habitual. Así lo hizo: férreos en defensa –controlando la violencia, que podía dejarte con varios jugadores menos en aquel estadio- y saliendo como diablos al contragolpe. Y así llegó el gol de Amancio, decisivo una vez más. El Inter estaba muerto y sólo tras el gol de Facchetti inquietó la meta de Araquistáin. Contra todo pronóstico, el Madrid había matado a la bicha.
En la otra semifinal, con Charlton, Foulkes y Gregg atenazados por los recuerdos, el Partizan cimentó su victoria en la ventaja conseguido en casa. El dos a cero fue suficiente para defender en Old Trafford. El United estaba sin Best, lesionado en la rodilla, y el Partizan sin Kovacevic y Galic, quienes estaban cumpliendo el servicio militar y no obtuvieron permiso para poder viajar al partido –una vez más, otros tiempos-. Ingleses y yugoslavos se pegaron de lo lindo, pero fueron estos quienes se salieron con la suya. Tocaba viajar a Bruselas.
Bruselas esperaba a Inter e United, pero se encontró a dos invitados sorpresa.
El Madrid volvía a Bruselas, donde ya había jugado ese año contra el Anderlecht, y donde ya los padres del invento habían ganado la Tercera Copa de Europa ante el Milan ocho años antes. Sin Best presente, los once españoles que conformaban el equipo más habitual de los blancos pasaron a la historia al fotografiarse con pelucas estilo Beatles. Nacían así «los Ye-yes», apodo que haría fortuna y les acompañaría por el resto de sus carreras. Eran un grupo de amigos, jóvenes, que por casualidades de la vida habían hecho una gira por Europa todo ese año. Faltaba el gran concierto. El once sería el habitual, con Amancio ya asentado en el centro del ataque junto Grosso y Serena ocupando la banda derecha. A cada partido intercambiaban menos sus posiciones. Gento estaría en la izquierda, jugando su octava final, mientras Araquistáin seguía siendo titular en la portería tras la lesión de Betancort.
Vasovic fue clave en el Ajax de Johan CruyffLos yugoslavos, que habían entrado en la competición sin hacer ruido, pero que avanzaron rondas a ritmo de carga, sí contaban esta vez con Kovacevic y Galic, a quien los generales habían dado un permiso para viajar a Bruselas. Allí estarían, en el mediocentro y la delantera respectivamente. También estaba Soskic, portero de nivel mundial que había jugado con el XI FIFA en el Centenario de la Federación inglesa y por supuesto estaban también Jusufi, que intentaría controlar a Amancio y uno de los mejores líberos de todos los tiempos, Velibor Vasovic. Este era un jugador de tremenda inteligencia, que tras la final fichará por el Ajax y se convertirá, junto a Cruyff, en la piedra angular en la construcción del «Fútbol Total». Casi nada.
Soskic, que ya se había enfrentado a Gento diez años antes, en la primera edición de la Copa de Europa, tuvo una primera parte plácida. Ambos equipos se medían y había bastante miedo. El guardameta yugoslavo solo tenía que estar atento a los balones colgados sobre su área, algo en lo que era muy bueno. Kovacevic, seguramente por no perder sus costumbres castrenses, aplicó todo un curso de llaves y técnicas cuerpo a cuerpo al pobre Velázquez, que hubiese disfrutado de su compañía incluso si hubiera decidido ir al baño. Galic fue un dolor de muelas para De Felipe y Zoco, pero la primera parte acabó sin goles. Poco duró, ya que apenas empezado el segundo tiempo, Galic ganaba el enésimo duelo aéreo y Vasovic, quien si no, adelantaba al campeón de Yugoslavia y ponía las cosas muy cuesta arriba para el Madrid.
Gentó dejó su último gran acción en el RealEl gol pareció aturdir al conjunto blanco, que tardó varios minutos en reaccionar, mientras los yugoslavos se venían arriba. Alrededor del minuto 70, y aprovechando un córner lanzado por el Partizan, Manolo Sanchís se hacía con la pelota y la enviaba para Grosso, quien habilita a Amancio. El gallego, asumiendo la responsabilidad como llevaba haciendo todo el año, avanzó con el esférico hacia dos defensas yugoslavos, superando al primero y volviendo del revés al segundo con dos recortes en medio metro y batió a Soskic, que había iniciado la salida, con un disparo raso y cruzado. Era el golpe que el Madrid necesitaba para cambiar el encuentro. Apenas sin tiempo para retomar su ritmo, Gento protagoniza la enésima internada por su banda, su centro lo despeja de puños Soskic, pero el balón cae al borde del área, donde Serena lo recoge y suelta un zapatazo que se cuela por la escuadra del equipo de Belgrado.
Era la Sexta. La única para esa generación.
Suficiente para tener al menos una copa para brindar con papá.
@AitorCs3 26 mayo, 2016
Mi mas sincera enhorabuena Vilariño, tremendo articulo.
Conocer mas de la historia de mi equipo contado de esta forma es un placer y como previo a la final me genera orgullo, pero a la vez mas nervios por lo que pueda pasar.