El fútbol es un deporte de tanteadores bajos, razón por la cual sus desenlaces están sujetos a una cuota de azar superior a la del resto de disciplinas. Por eso sorprende tan a menudo. La derrota de Roger Federer ante el número 5 del mundo no empieza ni a contemplarse aun perdiendo por 6-0 el primer set. Un rival de LeBron James debe llegar al último cuarto con más de 10 puntos de ventaja para ser considerado favorito. Un mes antes de que dé comienzo una carrera de Fórmula 1 se sabe que el 80% de los pilotos no pueden ganarla. En fútbol, en cambio, un 2-0 se acepta como síntoma de superioridad holgada, algo muy difícil de conseguir, y si el 2-1 entra antes del 85, a la afición local deja de llegarle el aire. Es parte de su éxito, un tema ligado a la incertidumbre, y la intriga es rasgo clave del espectáculo, en cualquiera de sus vertientes. Sin embargo, y esto es crucial, la aleatoriedad del marcador cortoplacista no resta lógica al desarrollo de los futbolistas, de los equipos, de los proyectos, de las culturas tácticas. La casualidad explica el nacimiento de los hombres más grandes, y pocas cosas más. Di Stefano, Eusebio, Pelé, Garrincha, Best, Cruyff, Schuster, Maradona, Ronaldo o Messi aparecieron porque sí; pero todo lo continuado, todo lo extensible, sea bueno o sea malo, sucede por un motivo en esto del balompié. Uno de los ejemplos más interesantes que dan fe sobre ello es la crisis de centrocampistas padecida por el país del fútbol desde 1994. Desde que Romario y su selección, de marcado carácter defensivo, pusieran fin a 24 años sin levantar el trofeo que, según sienten los brasileños, les pertenece: la Copa del Mundo.
Brasil alcanzó el cénit entre el 58 y el 62, época en la que juntó a, en opinión de muchos, los dos futbolistas referenciales de su historia, Garrincha y Pelé. Con ambos sobre la cancha jamás perdió un solo partidoMaradona enseñó a la selección brasileña lo que era el miedo y conquistó dos mundiales. Fue la cuna del “jogo bonito”, el mayor mito que el fútbol ha conocido y conoce. Luego llegaría el oasis de “Los Cinco Dieces” en México 70, un torneo algo o bastante sobrevalorado por ser el primero retransmitido a todo color, pero que al fin y al cabo Brasil dominó y ganó engrandeciendo su leyenda. Estos tres precedentes condicionan, con fundamento, la consciencia colectiva del país: “No sólo somos los mejores, que por supuesto; sino que también somos la razón de este deporte”. Con este caldo de cultivo, con este peso y esta exigencia, se llega a la dirigencia de Telé Santana. Brasil sabía lo que se traía entre manos; era más que el mejor equipo del momento. Cerezo, Falcao, Sócrates, Eder y Zico; se sumaría Alemao, al poco tiempo. La mayor aglomeración de talento en la media que ha lucido la misma camiseta a la par hasta que coincidieron Alonso, Xavi, Iniesta, Silva y Cesc. Una generación sobrenatural, un conjunto de estrellas de huella profunda y perfectamente compatibles entre sí moría sin tocar el cielo. Se sumaban ya 16 años con la preciada Copa visitando nuevos lugares, el futuro pintaba peor que el presente y el oponente más clásico, Argentina, tenía a Diego Armando Maradona, con ganas de revancha tras el episodio del Mundial de España y convertido en D10S bajo el sol abrasador del Estadio Azteca.
El enfrentamiento en Italia 90 es la redención de Brasil ante Diego, la canción de la superpotencia bajo el influjo de un hombre que estaba por encima suya, que marcaba cada decisión y cada gesto en cada uno de susParreira priorizó en que su equipo nunca dudara, en que nunca se viese por detrás futbolistas. El encuentro transcurrió sobre la misma senda que el resto de aquel olvidable torneo, y Maradona lo definió en la única vez que logró mantenerse en pie ante las tarascadas derivadas de cada una de sus apariciones. 3 años después se disputó un amistoso previo a EEUU 94 entre ambas selecciones. El 10 lo jugaría, pero ya no era lo mismo. Recién volvía de su primera sanción por dopaje (15 meses sin jugar), su cuerpo se había transformado y, prácticamente, las piernas no le daban para dos carreras seguidas. Con todo, y pese al 1-1 final, Maradona dominó el encuentro a su antojo en lo que el fútbol interpretó como un aviso al Mundial del verano siguiente. Así llegaba la Brasil de Parreira a la anglosajona Copa del Mundo, 24 años después del último triunfo de Pelé. Aunque fuera levemente, Brasil había empezado a dudar sobre si su leyenda era cierta. Como prevención ante el miedo a Maradona, al trauma de los centrocampistas del 82 y al fracaso del olvido, el técnico carioca preparó un equipo consistente, de carácter defensivo y, sobre todo, reactivo. Un sistema que minimizase riesgos para huir de esos fallos individuales o colectivos que matan a Brasil sin capacidad de reposición en esos momentos tan sensibles. Gracias a Julio César, triste portero verdeamarelo en la reciente Copa del Mundo celebrada en Sudáfrica, es algo que los contemporáneos tenemos fresquito. Soportan demasiado.
La Copa del Mundo del 94 sentenció al centrocampista brasileño equilibrado, pese a que aquella selección tenía a tres de ellos.
Brasil comenzó el torneo sobre un 4-4-2, con doble pivote (Mauro Silva y Dunga), doble mediapunta (Zinho y Raí) y doble nueve (Romario y Bebeto); pero llegado el momento de la verdad sacrificó al artístico hermano de Sócrates, conocidísimo en España por arrebatarle al Dream Team la Copa Intercontinental del 92, para dar entrada a Mazinho. Quien pasase por las filas de Valencia CF y deleitase a Balaídos en calidad de mediocentro jugó el torneo como interior derecho, si bien su fútbol era el que era, y ayudó a Mauro Silva y Dunga a formar un trivote que sin ser nominal, tenía un efecto parecido. Brasil gana la Copa del Mundo en base a dos conceptos: la tremenda consistencia de su poblado sistema defensivo y el talento de Bebeto y un Romario inspiradísimo, indefendible. Es decir, «por lo de detrás» y «por lo de delante». Paradójicamente, el triunfo de la última Brasil que juntó a tres centrocampistas de élite partió al fútbol brasileño; lo subdividió en dos conceptos enfrentados que el fútbol necesita en alianza. Desde aquéllo han pasado 18 Nocheviejas y no es que no haya habido un heredero de Mauro -considerado el mejor en su puesto en tiempos de Redondo y Guardiola-, es que Brasil no ha producido un solo centrocampista puro de verdadero nivel, exceptuando a Emerson y, quizás, Gilberto Silva. Muy poco para tanto tiempo. Por el camino se ganó el Mundial de 2002 en Corea & Japón, pero con un 5-2-3 que relegaba en Roberto Carlos y Cafú las labores de gestación. Incluso la celebrada Copa América de 2007 se basa en el axioma de conservar al máximo atrás y definir arriba por puro talento individual, en este caso con un Robinho desatado. Carlos Mineiro, un jugador bastante malillo que luego ficharía por el Chelsea FC de Scolari (?), fue titularísimo en aquel combinado opaco.
Rafael Carioca, Fernandinho y Paulo Henrique Ganso han sido los últimos centrocampistas brasileños de verdadera proyección.
Menezes sabe que tiene un problema muy gordo con su centro del campo. Quedan aún dos años para la gran cita y maldice cada día consumido, porque siente que no le da tiempo. Realmente, lo de Ganso le ha destrozado. Paulo Henrique era la respuesta azarosa a la pasiva plegaria; un centrocampista presencial, especializado en la iniciación y, sobre todo, la gestión de juego. Mano se entregó a él en la última Copa América, incluso sabiendo que no estaba físicamente apto, pero las recaídas en sus lesiones y la evidente pérdida de confianza del jugador en sí mismo han acabado por sentenciar al mejor proyecto de general que ha producido Brasil en el Siglo XXI. Quizás el segundo haya sido Fernandinho, que, pese a partir desde la banda más de una vez, creció en el Shakhtar Donetsk jugando de maravilla al lado de un mediocentro, muy a lo Luka Modric, por establecer un paralelismo. Relacionado con los primeros pases y con sensibilidad para percibir el ritmo y la dirección adecuada, Menezes no dudó en convocarlo en cuanto pudo, pero tal y como Ganso, las lesiones le están matando. En su caso, una fractura de tibia en el mejor momento de su carrera. ¿Será una maldición? También por el Este de Europa anda Rafael Carioca, a las órdenes de Unai Emery en el Spartak de Moscú. Más mediocentro que los otros dos, sorprende que Menezes no tenga ojos para él, aunque su convocatoria sería más interesante que resolutiva. Es decir, responde a un perfil que no está cubierto y que vendría muy bien, sobre todo una vez impuesto Óscar sobre Ganso en la mediapunta, pero tampoco estamos hablando del sucesor de Cerezo. Es que no existe el sucesor de Cerezo. Ni de Falcao, ni de Sócrates, ni de Alemao. Y ya no sólo por una cuestión de nivel, sino porque Brasil dejó de producir centrocampistas de verdad tras la Copa del Mundo de 1994. Mauro Silva fue malinterpretado.
AMPLIACIÓN. Los que nacieron, se fueron.
Sí hubo dos centrocampistas de auténtico nivel oriundos de Brasil en este periodo: Marcos Senna y Anderson de Souza Deco, que son normalmente asociados a otros países, pues defendieron la camiseta de otras potencias. A su vez, y aquí llega lo interesantísimo, constituyen la prueba más fidedigna de que Brasil dejó de trabajar la producción de este tipo de jugador. Resulta evidente que ambos tenían el talento de manera innata, porque lo terminaron mostrando a lo largo de su carrera, pero coincide que en los dos casos hablamos de explosiones tardías para lo que se estila: la primera temporada extraordinaria de Senna es la 2004/05, con 29 años de edad y ninguna internacionalidad en su currículo; la de Deco, la 2003/04, con 27, y sin haber entrado tampoco nunca en los planes del seleccionador brasileño de turno. Europa, y no Brasil, distinguió y formó a estos futbolistas, sin hacerles renunciar a su samba, afortunadamente.
Un caso muy distinto pero también destacable es el de Thiago Alcántara. Un jugador que apunta a la cota más alta que se nos pueda ocurrir, que pudo vestir la camiseta verdeamarela y que defenderá la de la Selección Española en la próxima década.
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Referencia
Alberto Pascual
Abel Rojas 10 septiembre, 2012
Julio César, David Luiz, Thiago, Lucio, Dani Alves, Marcelo, Kaká, Robinho, Douglas Costa, Óscar, Lucas, Neymar. Así a bote pronto creo que estos son los brasileños modernos que, en un momento u otro, parecieron aspirar a ser verdaderas leyendas del fútbol. Algunos lo consiguieron, otros se quedaron por el camino, otros se perdieron completamente y hay unos cuantos que acaban de nacer y hay que esperarles. Pero entre ellos no se cuenta a un solo centrocampista. Evidentemente, no puse a Ganso a posta. Ha sido el único.
SI nos vamos a la generación anterior nos pasaría exactamente lo mismo. Emerson fue buenísimo, pero nunca apuntó a leyenda como los del 82, Alemao o Mauro Silva.
Es que no es que salgan mal. Es que no salen.
Seamos serios, el mejor centrocampista brasileño del momento es Ramires. Es lo que hay.