Él alcanzó la cima del fútbol cuando levantó el primer título oficial de la historia de su país. Aquella Eurocopa saldó cada una de las deudas que el deporte pudiese profesarle, saciando su Palmarés de tal modo que, uniéndolo al fascinante juego que supo mostrar una vez, volviera imposible bajarle del cielo de los mejores futbolistas de la historia. Desde entonces, el ambicioso delantero ha comparecido en los terrenos con la tranquilidad que sólo cede la paz segura, la que te dan otros y te das tú, autodotándose de una omnisciencia utópica que le permite prolongar su rendimiento decisivo aunque a la vista de todos quede que sus días de plenitud se fueron y nunca volverán. Y esta es una historia exclusiva, pero no en términos súper estrictos, porque bien pudo aplicarse a Pelé, Maradona o Cruyff como, en un futuro no lejano, se aplicará a Leo Messi. Lo que hace que el cuento de Cristiano Ronaldo sólo se haya vivido en otra única ocasión reside en que defiende a un club que, a pesar de todo, le pita como pitó a Di Stefano. No se pretende ni justificar ni aclamar la decisión del público, sino establecer una diferencia, una barrera, un rasgo autóctono de quien gana como no gana nadie más, porque hay que encontrarle una explicación a lo que se repite tantas veces, en tantas épocas, con rostros tan distintos. El Santiago Bernabéu no atiende a lógica porque, tras el himno de las nueve menos cuarto, siempre se sumergió en la magia; no acepta lo que no sea el máximo porque, de la forma más inverosímil, supo llegar al mismo tras escuchar, tras razonar, que no se podía. Si Cristiano Ronaldo, como Di Stefano hace más de medio siglo, no juega como jugó, se le transmite una decepción que le remueve, que le duele, que le exige, y como no puede apagar ese ruido con el juego que le llevó al Olimpo, pone al servicio del madridismo lo que sólo se aprende allí. Los libros de gestas nunca se detienen en que Alfredo levantó la primera Copa de Europa a sus 29 años, y que nunca le habrían apodado «La Saeta Rubia» si siempre hubiese tenido la velocidad que en aquella Final de París. El secreto no consiste en poder correr más rápido que el resto, sino en hacerlo de una manera que haga que nadie se atreva a correr más rápido que el Madrid. Lucir el «11» de la Undécima en el escudo del hombro nunca ha sido una cuestión de justicia. El Real esclaviza a sus Dioses para seguir ganando entre semana. Es su ventaja estratégica en clave Champions League.
Anoche se celebró un nuevo capítulo. Se trataba de la semifinal de una edición en curso, y medía a los merengues contra un equipo que había disputado dos de las últimas tres finales, el Atlético de Madrid. No hubo partido.
El Madrid formó un 4-3-1-2 que potenció su juego interior mucho más de lo que suele contra el Atlético.
Zidane apostó por Isco para suplir a Bale y adaptó el esquema a sus futbolistas en lugar de lo contrario. Así pues, ordenó a los suyos sobre un 4-3-1-2 con el malagueño de mediapunta que, en principio, le iba a dejar con superioridad numérica en el centro al coste de tener menos gente en los dos costados. La decisión hacía presagiar un ritmo más controlado, más lento, aunque ello pudiera traducirse en que fueran a gozar de menos espacios. Pero Simeone se los facilitó. Su 4-4-2 depositó a Saúl Ñíguez como segundo pivote, a Koke en derecha y a Carrasco en izquierda, suscitando una actitud presionante que, durante 25 minutos, funcionó muy mal.
Presionar no es cosa de intensidad, sino de fútbol. Resulta muy difícil apretar arriba si previamente al acoso no se ha tocado la pelota allí el tiempo suficiente como para que muchos hombres del equipo se encuentren cerca del lugar donde va a perderse la misma. Sin embargo, con Koke alejado de Filipe Luis y Griezmann, el Atlético no tenía modo de enlazar pases consecutivos, lo que derivó en un equipo separado que no supo presionar en bloque. Juntando esto con el hecho de que ni Saúl ni Gabi son mediocentros puros y con que, por tanto, ninguno sabe ajustar por detrás de una presión deslavazada para volverla un poco más sostenible, el Madrid se midió a un sistema que adolecía de un boquete terrible en su propio corazón, algo que sus magníficos jugadores no desaprovecharían. Sergio Ramos y Toni Kroos, los dos mortales más inspirados de la noche, construyeron un puente que conectaba lo normal con lo glorioso que hizo que el Atlético se pasase medio encuentro mirando hacia atrás, porque no paraban de batirle líneas. La movilidad de Isco, a quien le faltó la dulzura que viene mostrando pero no el arrojo de los grandes, fue la continuación al tormento. Ronaldo, sabio, se pegaba al descolocado Lucas Hernández, central zurdo reconvertido a lateral diestro, para asestar golpe tras golpe al Atleti allá donde más duele: en la moral.
El Atlético mejoró sus presentaciones globales cuando Koke se fue a la izquierda junto a Filipe Luis.
El encuentro recortó la diferencia entre ambos cuando Simeone cambió de bandas a Carrasco y Koke. Con el canterano próximo a Filipe y Griezmann, los rojiblancos tocaron más balón, pudieron presionar mejor y dejaron constancia de que, a pesar de la grandeza que transmitía cada futbolista del Real, había varios de ellos que no tenían su noche. Carvajal y Casemiro, equívocos en la entrega, restaron ritmo a sus compañeros y permitieron al Atleti sentir por primera y única vez que estaba donde le correspondía.
La categoría de hombres como Carvajal queda patente cuando, incluso cuando no están a su nivel, su ausencia se siente. Cayó lesionado en el minuto 45, le suplió Nacho -que estuvo a la altura- y ello hizo que la apuesta por el 4-3-1-2, Isco y lo que estos provocan perdiera cierta sostenibilidad. Dicho plan no sólo requiere un lateral que suba, sino uno que pueda asentar los ataques e incluso revolucionarlos por sí mismo. Así que el Madrid cambió su registro, le concedió más cuota de balón a Koke y sus amigos y basó más sus ataques en las transiciones con espacios. Y con el nuevo escenario, recuperó el absoluto control del choque.
Lo primero a señalar aquí estribaría en la disparidad competitiva que hubo entre las parejas de centrales del uno y del otro. Mientras que Ramos y Varane anduvieron tiránicos tanto en defensa posicional como anticipándose en situaciones de espacios abiertos -qué cortos se quedaron tanto Gameiro como Torres-, Godín y Savic sembraron el pánico en su equipo con esa sensación de que siempre llegaban a destiempo, fuera cual fuese la naturaleza de la acción, inclusives los retos en el área propia. Aparte, es importantísimo destacar que Zidane recuperó a ese Modric impresionante que se pega a Casemiro sin balón y fortalece la estructura defensiva del Madrid hasta hacerla una de las más férreas del continente.
La extrema superioridad de Cristiano Ronaldo sobre la zaga rojiblanco fue el principio y final del 3-0.
Movido por la impotencia, Cholo fue sumando talento a costa de músculo, resultando clave la marcha de Saúl del terreno de juego. Sin él, el Madrid movió la pelota a placer siempre que dispuso de ella, lo cual fue volviéndose cada vez más frecuente porque Sergio Ramos y Toni Kroos no recularon ni un instante. Siempre percutiendo, siempre limpiando hacia el otro lado, siempre tomando la mejor decisión posible. Y con ellos dominando el carril central, y para sujetar algo más a Marcelo y Nacho de cara a salvaguardarse como mandan los cánones, Zidane impulsó los costados con Marco Asensio y Lucas Vázquez, que hicieron de asas de un trineo que lanzó a Cristiano Ronaldo cuesta abajo contra Savic y Godín. En términos analíticos, fue un partido fácil, simple y sencillo, como la victoria del local, pero mal se haría en cometer el error de concluir que lo presenciado forma parte de lo cotidiano. No es rutinario, ni lógico, que un equipo haga lo que hizo con el Atlético en una semifinal de la Liga de Campeones. En resumidas cuentas, no es normal, para nada, ser el Real Madrid de Alfredo Di Stefano y Cristiano Ronaldo.
Foto: Clive Rose/Getty Images
hola1 3 mayo, 2017
La versión de partidos grandes contra un Atlético muy pobre.
Lo de CR es brutal.