“Los sueños se van con la noche. Y tan solo queda una bruma lejana e inatrapable”, O. Soriano.
Un armario ropero con pocos trajes, un surtido infinito de gorras, cachuchas y viseras, y el chandal como manifestación textil de su vocación obrera y esforzada nos puede servir para acercarnos a la persona y leyenda de Carlos Timoteo Griguol, el viejo que ya era tal cuando fue joven por su carisma paternal, el respeto de su voz y la caudalosa sabiduría de las ideas. Cuando uno observa al Griguol de hace cuarenta años y al último, al que se bajó del fútbol hace un tiempo escaso, casi no aprecia contrastes. Es lo mismo: un padre, un viejo, un sabio. Y una gorra. Alguien que con su Ferro Carril Oeste, a principios de los ochenta, le metió un pulso rotundo a los poderes del fútbol y del periodismo de Argentina, construyendo un equipo alejado de todos los dogmas, que salió dos veces campeón, que implantó una tercera vía en el juego y que de tan chico que era debió combatir contra su historia y contra la de todo el fútbol de un país resistente a esas osadas ambiciones. Argentina siempre fue River, Boca, Independiente, Racing y San Lorenzo hasta que los amagos rebeldes y breves de Estudiantes, Newell’s, Rosario Central, Quilmes, Huracán o Chacarita rompieron ese ‘status quo’ ancestral. La epopeya de Ferro Carril Oeste entre 1981 y 1985 con Griguol como piloto de la locomotora fue otro grito eventual, pero permanece agarrado en la memoria porteña por la profundidad de su significado: el Ferro de Griguol forjó su época triunfal a su manera, desmarcándose de las corrientes y tensiones de las antonimias tan comunes en el fútbol argentino. Griguol, en definitiva, abrió su propio espacio. No fue un lírico ni un resultadista: fue todo ello sin nada de eso. Y le bastó para alzarse campeón del Nacional ’82 y del Nacional ’84 o derribar los dominios de River y Boca con un club austero, barrial y con alma, durante ese tiempo, de perseguido por el periodismo.
El Ferro Carril Oeste de Griguol abrió una tercera vía en el anquilosado fúbol argentino.
El relato es capital en el fútbol argentinoArgentina ha moldeado la identidad histórica de su fútbol a través del relato. La palabra escrita ha pesado tanto como las pelotas redondas. En las primeras décadas del siglo pasado, las páginas sepia de «El Gráfico» contribuyeron a romper con la escuela inglesa, académica y rígida, y suplantarla por una cultura nacional del juego, La Nuestra, la ley del engaño, la improvisación, las inspiraciones personales y los códigos del potrero. Las letras fueron su mejor refugio. La inflexible catequesis de Dante Panzeri defendió esa escuela. Surgieron mitos alados, como La Máquina de River o la selección de los Carasucias. Más tarde, los cuentos y viñetas de Fontanarrosa colorearon de popularidad y literatura esa identidad. Y Osvaldo Soriano le dio carácter inmaterial a esas historias con sus párrafos de marfil. Hasta que explotó la dinamita que dividió el país en dos: el debate entre lo romántico del lirismo y la eficacia de un resultado confirmó lo complicado de entenderse con un argentino si no suelen ser capaces de conseguirlo entre ellos. Así, el fútbol argentino avanzó movido y determinado por la lucha de facciones, impecablemente representada por los dilemas filosóficos entre Menotti y Bilardo. Argentina fue siempre fútbol relatado y su narrativa se encapsuló entre esas indisociables posturas, excluyendo sus actores (los entrenadores, los dirigentes, el periodismo…) a cualquier intento renovador y alternativo. Las letras, por lo general, decían qué estaba bien o qué estaba mal.
A la entrada en los años 80, venía Argentina de un periodo entusiasta en el fútbol. La década de los años 70 había traído la primera Copa del Mundo, con Menotti de seleccionador. Aunque ese equipo no fue una representación viva y luminosa de los ideales de La Nuestra, conservaba algunos de sus rasgos y se alimentaba de futbolistas criados en clubes que sí había exhibido ese “regreso a las fuentes” durante esos años: el Huracán de Menotti, el River Plate y el Rosario Central de Labruna o el Boca Juniors de Rogelio Domínguez. Todos ellos conformaron un periodo de reciclaje, en lo que se llamó la “etapa del lirismo”, un giro contrarrevolucionario con el que retomar el hilo perdido en los años 60, cuando Argentina abandonó La Nuestra y sufrió el zarandeo de la crisis de pensamiento provocada por el desastre de la Copa del Mundo de Suecia 58. Habían sido los tiempos de dominio del Estudiantes de Zubeldia, el Racing de Pizzuti, la selección de J.C. Lorenzo y futbolistas telúricos como Rattin, Aguirre Suárez o Bilardo, diferentes modos de reacción alérgica a los valores que La Nuestra había expresado antes en los 40 y 50. El fútbol argentino tomó en ese periodo el camino del juego restrictivo, pragmático, con acento en lo táctico y lo premeditado, con hueco para el cinismo, la provocación o la intimidación, para los atajos hacia el resultado…
El Ferro de Griguol fue uno de los equipos que cerró la puerta a los líricos años 70 junto al Estudiantes de Bilardo. Sublimó la idea del juego como una exposición colectiva y práctica. Griguol no se opuso a los atrevimientos creativos –Ferro producía ataques dinámicos, ligeros y con cierto arrebato estético-, aunque esas declaraciones debían partir de una respuesta coral, compartida. “Los jugadores son la base. Y para alcanzar los más altos niveles ya no sirve solo con el talento individual. Creemos en la gambeta, en el toque, en la marca, en el cabezazo, en el pique, la pausa, en todo lo que implica el fútbol, pero todos unidos detrás del objetivo mayor: el equipo”, resumía Carlos Timoteo al poco de desembarcar en el club.
La idea del técnico cordobés era colectiva, marcado en parte por las condiciones de sus jugadores.
Ante todo, el verdolaga de Griguol fue un equipo de estructuras robustas, compacto, con una insobornable apuesta por el gregarismo y el blindaje defensivo. Ferro fue el equipo menos goleado del fútbol argentino en el 90% de los campeonatos que se celebraron entre 1981 y 1985, con un promedio de menos de un gol encajado por partido. Su portero, Carlos Barisio, nada del otro mundo (“un portero sin manos”), cerró su portería en el torneo Metropolitano ’81 durante 1.075 minutos seguidos, una marca aún récord en la Primera División argentina y una de las diez mejores de la historia del fútbol mundial.
Sus jugadores eran poliédricos, ajustables a varias funciones y dibujos, con un acusado perfil colectivo, pero no suprimía la inspiración de talentos técnicos individuales como Márcico o Miguel Juárez. El Ferro de Griguol bordó el orden y la solidez, se movió con unos automatismos internos inéditos en el fútbol argentino. Era una maquinita práctica y eficiente, de envoltorio adusto y metálico, aunque con unos engranajes conmovedores, bien engrasados y con instantes de fútbol apasionado. Esto último apenas se le tomó en cuenta a Ferro. Al equipo de Griguol se le colgó una etiqueta injusta de escultura del bostezo, fútbol de plomo y aburrimiento dominical. Ese fue el otro partido que jugó Griguol: el combate contra el Grupo Clarín. La gran lanza periodística del país cuestionó el ‘antifútbol’ de Ferro, un equipo cuyas victorias no alcanzaban el valor comercial de los éxitos de Boca o River, masas sociales amplias, hambrientas de triunfos y buenas letras sobre sus colores. Griguol siempre aceptó ese juego con el periodismo, aunque lo entendió como desproporcionado, impertinente y vengativo. Tenía parte de razón.
Cuando apareció Ferro, los grandes estaban viviendo tiempos durosLos años de oro de Ferro coincidieron con la crisis de los grandes. Fue una época en la que Boca sufrió severidades económicas y debió vender a Maradona al Barcelona. Una huelga de futbolistas asfixió River, también con angustias financieras y forzado a traspasar a Ramón Díaz al Nápoles, a Passarella a la Fiorentina y a devolverle al Valencia a Mario Kempes. Los Millonarios rozaron el descenso en 1982: les salvó la imposición de los promedios, una regla ajustada a la medida de los grandes de esa época con el objetivo de sujetarlos a Primera. Aun así, Racing y San Lorenzo bajaron. Los gigantes temblaban. Solo Independiente se mantuvo con regularidad arriba desde 1981. Junto a Argentinos Juniors, ejercía de bandera del “fútbol bien jugado”, mientras que Ferro y Estudiantes quedaban como guardianes del ‘tacticismo’ y las prioridades defensivas. Las atávicas divisiones. Tampoco el país vivía días serenos. Antes de la Copa del Mundo de 1982, Argentina era un volcán: la guerra de las Malvinas, la convulsión social, una devaluación del peso del 30%, una inflación del 131%… El deterioro social, político y económico envolvieron el tiempo en el que el Ferro de Griguol cogió impulso.
Griguol llegó a Caballito con el objetivo de mantener en Primera al equipo.
Al Viejo lo llamaron en 1980 desde Caballito, céntrico barrio donde Ferro plantó su estación en 1904 y donde se levantó su cancha, la más antigua aún vigente en Buenos Aires, El Templo. Venía de Kimberley sin mucho aval reciente. Había ganado el Nacional del 73 entrenando a Rosario Central, con un equipo al que llamaron ‘Los Picapiedras’ por su fútbol rugoso y combativo. Pero su elección fue ante todo una cuestión de carácter. Ferro tenía tradición de club austero y el presidente Santiago Leyden buscaba alguien de perfil bajo, con buena ascendencia en las políticas de cantera y con un talante frugal, riguroso y pedagógico. Griguol cumplía eso. En este lustro apoteósico, las inferiores fueron bandera de Ferro: Saccardi, Óscar Garré (campeón mundial en el 86), Carlos Arregui, Cúper, Crocco, Marchesini, Noremberg… Varios ellos se vistieron de internacionales con la albiceleste.
Fue clave en la llegada de Griguol a Caballito el entrenador de la sección de baloncesto, León Najnudel, quien sugirió el nombre y quien se convertiría en una figura esencial en la fabricación de una de las armas que identificaron a ese Ferro: el balón parado. Griguol se trajo a Caballito a uno de sus fieles compañeros de su época de centrojás en Rosario Central, cuando también el Trinche Carlovich jugaba con ellos: Carlos Aimar. Él fue su ayudante de campo, un hombre con el temperamento ideal para compensar las relaciones humanas con el vestuario. El triángulo de trabajo lo completaba el profe Luis María Bonini, un preparador físico de cuyo método salió otra de las claves de ese equipo: su fortaleza y su resistencia.
Venía para no descender y Griguol solicitó que no se vendiera a nadie. Rápido, consiguió una sintonía exacta con el plantel. No hay exfutbolista del Viejo de aquella época que hable mal de él. Cuidaba a los jugadores como a un hijo. Si alguno llegaba al predio de entrenamiento con algún vehículo de alta gama a prueba, le recomendaba que mejor invirtiera en viviendas su dinero. Sugería a los futbolistas que leyeran, que estudiaran, que vigilaran sus ahorros… “Yo les exijo a los chicos que hagan un curso de algo, que aprendan algún oficio. No acepto que vengan y me digan que lo único que saben es jugar al fútbol. Hay que estar preparado para la vida”, reflexionaba el Viejo.
En 1981, Ferro ya era el equipo argentino con mejores números, sumando todos los torneos. A calendario corrido hubiera ganado un campeonato de dos vueltas. Sin embargo, Boca y River –plagados de estrellas como Maradona, Brindisi, Kempes, Passsarella, Díaz, Gallego…- se repartieron el Metropolitano y el Nacional, con Ferro doblemente subcampeón. Fue el aviso. Los de Griguol ya se definían por su juego. En su identidad, había tres cuestiones innovadoras para Argentina: la sistematización del ‘pressing’, los entrenamientos con pesos y lastres, y las jugadas de pelota parada. Esto último fructificó de las conversaciones de Griguol con León Najnudel, de quien importaba conceptos del baloncesto como los bloqueos o los arrastres para aplicarlos a su pizarra de la estrategia. La presión, no obstante, era la piedra angular de su ideario y así la entendía: “En el fútbol de ahora hay que hacer maravillas en un metro cuadrado. En el fútbol de antes había espacio para tirar para el techo. En la época en que yo jugaba, un futbolista solo quedaba encerrado en un metro cuadrado cuando entraba al baño”.
La versatilidad y la polivalencia definían al Ferro Carril Oeste de Griguol.
Su equipo tenía una exactitud táctica poco vista en ArgentinaEntre 1981 y 1984, Ferro ganó 105 partidos, empató 75 y perdió 32. Anotó 312 y lamentó 152. Uno de los méritos capitales de Griguol fue ganar el Nacional de 1982 (invicto, como pocos equipos han logrado en Argentina) y repetir dos años después a pesar del desmantelamiento del equipo antes campeón. Cambiaron los jugadores, pero no las esencias. Griguol perdió al goleador Miguel Ángel Juárez –su gran apuesta al fichar por Ferro en 1980-, a una institución como ‘Cacho’ Saccardi, a Crocco y a Rocchia. Cuatro titulares de primer orden. Aunque el equipo decayó algo en 1983, un año después volvía ser la misma máquina de competir, con sus valores y su estilo: no era un equipo con una vistosidad continua, pero carburaba como una obra de ingeniería. Todo movimiento tenía un registro en la memoria del equipo. Las coberturas y los relevos posicionales eran seda pura. “A los jugadores que no tienen talento hay una sola manera de respaldarlos: haciéndoles sentir la confianza de la mecanización. Nuestras razones eran orden, respeto, disciplina. El lema siempre era mejorar lo anterior”, analizaba Griguol. Su equipo era cartesiano, equilibrado, con una exactitud táctica poco convencional en Argentina, de físico distinguido y con unas contras imponentes. Desde luego, fue un equipo que defendía y acentuaba esa faceta, pero lo hacía más por calidad que por cantidad. “Ferro en los 80 se destacó por tener un sistema de juego diferente al resto. Para nosotros era algo normal correr y jugar los 90 minutos, mientras que para los otros era un sacrificio”, explicaba el Viejo.
Griguol alternaba varios sistemas, fruto de su elasticidad como técnico y las condiciones versátiles de sus futbolistas. En el campeonato de 1982, el once tipo fue: Barisio en la portería. Mario Gómez en el lateral derecho. El «Cabezón» Héctor Cúper y Rocchia formaban una pareja de centrales muy poderosa por arriba en ambas áreas. Garré era el lateral izquierdo. Saccardi era todo un tótem de Ferro, un centrojás fuerte y solvente con la pelota, buen cabeceador. Le acompañaban volanteado Carlitos Arregui, otro buen rematador arriba, como Saccardi, muy inteligente en los apoyos defensivos y en el juego de espacios; y Adolfino Cañete, paraguayo, el timón que dirigía desde el sector izquierdo. Arriba, a la derecha, jugaba Crocco, veloz y goleador; por el centro, lideraba la ofensiva Miguel Ángel Juárez, un punta móvil, de amplio radio y voraz remate (fue artillero ese año); y en la izquierda el otro extremo, el uruguayo Jiménez. El esquema base se articulaba en un 4-3-3, aunque flexible gracias al comodín táctico de Saccardi. Era el futbolista contextual. Griguol solía retrasarlo desde el pivote y lo instalaba entre centrales, creando una intimidatoria cortina defensiva. Otro signo táctico de ese equipo, a veces, era el cuadrado que formaban en el medio Saccardi, Arregui, Cañete y Juárez, quie se descolgaba. La final se la ganaron a Quilmes (0-0 y 2-0).
La prensa la tomó con Ferro porque no vendía lo suficiente. No era el Boca de Maradona.
Con el Beto Márcico en punta, Ferro volvió a campeonar en 1984La versión campeona del Nacional ’84, por su parte, introdujo a Basigalup en la portería y a Agonil en el lateral derecho. Marchesini reemplazó a Rocchia; Brandoni a Saccardi; Noremberg a Crocco; Gargini a Jiménez; y el Beto Márcico a Juárez. Márcico es uno de esos tantos futbolistas argentinos de quien se ha escrito menos de lo ganado. Márcico era un especie de Maradona de club chico. Fue un delantero con un talento infinito. Para muchos, el mejor de la historia de Ferro. Jugaba por donde quería. Caía abajo, a la zona del enganche, afilaba la punta, se ahuecaba a las bandas… Inspirado, era una lluvia torrencial de magia. Pura clase. Un fogonazo de luz. Inolvidable en Caballito. Nadie pudo frenarlo cuando rompió a jugar en 1984. Tampoco River, la víctima en la final del Nacional. Ferro ganó en el Monumental por 0-3, uno de los partidos más memorables del fútbol argentino. Los de Griguol arrasaron al River de Francescoli o el Beto Alonso. En Caballito, con 1-0 arriba, el partido se suspendió y se decretó la victoria de Ferro: la hinchada visitante reventó a pelear en las gradas. “Ferro es el campeón Nacional, pero eso no significa que seamos la verdad del fútbol ni que yo tenga la fórmula mágica. No es el momento de pontificar, no es mi estilo. Tuve la suerte de caer en un club que dejó trabajar al técnico y eso me permitió reordenar ideas, tirar mi librito y empezar a escribir otro”, sentenciaba Griguol al término de ese campeonato. Luego, Ferro sería subcampeón del Metropolitano, en un pulso con Argentinos Juniors durante el que se recrudeció el conflicto de Griguol con el Grupo Clarín.
Las críticas venían cargadas desde Horacio Pagani, el jefe de la sección de deportes. Ferro no vendía y ya en 1981 se abrió la brecha. Maradona estaba en su punto de ebullición, no había rincón del planeta que lanzara sus ojos sobre Argentina. Boca y el Pelusa componían un matrimonio ideal en la cultura popular porteña: había miles de hinchas ávidos de párrafos triunfales. Había un negocio oceánico. Pero ahí se coló Griguol. Durante esos años, no faltó quien minimizó y arrinconó los logros de Ferro. Pagani prefería abrir los deportes de «Clarín» con turf a hacerlo con una victoria de Griguol. Aún se recuerda en Caballito cuál era la posición del periódico: “Ser fuertes con los débiles y débiles con los fuertes”. Era sencillo pegarle a Ferro. Tres marcas lo definían: defensivo, aburrido y antifútbol. Es cierto que fue un equipo de rigores, con prioridades tácticas, con pocos goles marcados y pocos recibidos. Pero había algo de belleza prohibida en sus cargas, sobre todo, cuando Márcico jugaba como cerca de las nubes.
Desde luego, no fue Ferro un equipo de tópicos. Estudiantes, por ejemplo, resultaba más áspero. Juvenal, una de las fecundas plumas de «El Gráfico», nos dejó escritas después de la victoria contra River en el Nacional ‘84 algunas palabras que se acercan mejor a la dimensión real del Ferro de Griguol: “Cuando la pelota es propiedad del rival, lo de Ferro no encierra ninguna sorpresa, aunque igual sorprende. Porque parece que sus efectivos se reprodujeran. Su escalonamiento, sin necesidad de marca al hombre pero tomando invariablemente la zona y con cobertura cercana, es admirable. Tanto que en los últimos 55 minutos del partido de ida y en los 70 que duró el segundo, cuando River intentaba armar avances y desplegarlos, teníamos la sensación de que no podía generar peligro de gol ni aunque jugara tres días seguidos. Sus cortinas defensivas, el funcionamiento de sus ´pequeñas sociedades, la multiplicidad ordenada con que todos revelan a todos, puede parecer rutina”. Y así completaba la radiografía: “La rutina desaparece, se hace creación, cuando la pelota es recuperada. En ese preciso momento comenzamos a entender que detrás de esa apariencia de equipo simple y sin misterios, tan denso en su telaraña de pases anunciados, dando la impresión de moverse siempre en el mismo ritmo, en Ferro hay algo más. Ese algo más nos explica por qué este campeonato que ganó es un triunfo rotundo del fútbol que nos gusta a todos”.
En Caballito reinó la felicidad mientras por allí estuvo Carlos Timoteo Griguol.
En Caballito, aún se habla de los años de la persecución de Clarín y otros cañones mediáticos. En la grada de El Templo, se agolparon entre 1981 y 1985 los cánticos de trinchera: “Dicen que somos un equipo aburrido/y que jugamos la pelota para atrás/ me chupa un huevo todo el periodismo/ a Caballito cada vez lo quiero más”. Griguol intentó resbalar entre las críticas. Le decían –aún se hace- que los éxitos de Ferro solo fueron posibles en aquellas circunstancias del fútbol argentino, con la crisis de los grandes, las penas económicas, el bajón competitivo… Quizá sea así, aunque quizá también el país nunca vivió años de tanta igualdad en Primera. Griguol era consciente de su conquista. Un pequeño milagro, desligándose de bandos y saliéndose de la caldera de dilemas del fútbol argentino. Abrió un nuevo camino. Le pintó la cara de cierta modernidad al juego. Dejó huella como el que pisa en la eternidad, signo de esto, del poder de sus ideas y métodos, lo tenemos en sus hijos: Mario Gómez, Rocchia, Saccardi, Garré, Brandoni y, sobre todo, Héctor Cúper, el mejor exportador del legado del ‘griguolismo’.
A Griguol nada le importó más que sus jugadores y su Ferro. Vivió a su aire, con los oídos tapados mientras crecía su obra. Pero cuando tocó el cielo por primera vez, en los vestuarios de Caballito, después de ganarle a Quilmes, mojado de agua y gloria, sacó su raquetazo de revancha con ese aire cáustico que muchas veces se gastaba. Estaba allí un chico con su bloc de notas. Varios plumillas lo tenían complicado en Caballito. No era raro que la gente los apedreara. Algunos tenían prohibida la entrada. Griguol atendía a una nube de entusiasmados periodistas. Había uno, en cambio, algo reservado. El Viejo lo miró y le tiró:
-Oye, Pibe. ¿vos de dónde sos?
-De Clarín
Y Carlos Timoteo, maestro, viejo, ganador, hombre y argentino, le soltó:
-Decile a Pagani que el campeón soy yo.
Renato 26 diciembre, 2014
Fantástico, hermoso la verdad. Se respira un respeto profundo por la obra de Griguol, un afecto austero como el sujeto del artículo.
Es la segunda vez que escucho hablar de tercera opción o tercera vía del fútbol argentino en Ecos, antes fue Bielsa. La profunda dicotomía de la cultura argentina parece su rasgo más sustancial; de un tiempo a esta parte y con la crisis social actual se puede sentir su peso asfixiante en prácticamente todas las áreas de opinión pública, uno pensaría que es un síntoma del descalabro actual y sin embargo ha estado allí siempre, en constante espera de la gota exasperante.
No conozco al Ferro de Griguol, pero por lo que pude ver en algunos videos practicaban una presión tras pérdida insólita en la Argentina, la transición defensiva es muy sólida pero también el ataque posicional se ve lógico y muy trabajado con mecanismos efectivos en las bandas. No parece un equipo al que fuera fácil quitarle la pelota.