«Un pueblo sin miedo no quiere líderes, quiere payasos». Luis Noriega, Donde mueren los payasos.
Uruguay había sido el primer país (1916) en alinear a los descendientes de sus esclavos y, dicho sea de paso, con extraordinario éxito. Prueba de ello es su descollante actuación en la Olimpiada de París (1924) -luego asimilada como victoria Mundial- en la que sorprendió por su alto nivel competitivo y la calidad de su juego. Francia era entonces la nación mejor preparada para recibir aquella algarabía interracial que era el combinado charrúa. Mientras que los chilenos habían solicitado la repetición de su enfrentamiento ante los uruguayos, durante el primer campeonato sudamericano, por «alineación de africanos» (sic); los galos habían abierto sus puertas décadas antes (1890) a Rafael Padilla (Rafael de Leïos), alias «Chocolat», un ex esclavo cubano, que se destacó por ser el primer artista negro de los escenarios franceses durante la Belle Epoque. Si bien el espectáculo clown de Padilla y el payaso inglés Footit podía leerse como una representación en clave slapstick (violencia física exagerada) de la dominación colonial, puesto que el negro era dócilmente azotado, en cambio el torrente de fútbol afroamericano en la Olimpiada tenía justo el sentido inverso: hacer reír con sus bufonadas pero ridiculizando a los europeos, quienes seguían representando al payaso de cara blanca (autoritario), aunque esta vez siendo torturado jocosamente por el dominio indígena de la pelota.
Entonces, París era el epicentro de la culturaJosé Leandro Andrade, medio derecho del combinado, fue el símbolo de aquella aventura. Ningún otro representaba de modo más auténtico el fútbol genuinamente bohemio. Músico profesional (violín y tambor) y lustrador de botas, desembarcó en París durante la expedición olímpica del veinticuatro, impresionando al público local con su lenguaje corporal y dominio de la pelota, y deslumbrándose él con la efervescente vida nocturna de la ciudad. París era entonces el epicentro de la actividad creativa mundial por su hambre de cultura, cosmopolitismo y condiciones de vida económicas, lo que propició que allí se afincaran artistas de pelaje tan variopinto como Pablo Picasso, Tristan Tzara, Ernest Hemingway, Ezra Pound o los Ballets Rusos de Diaghilev.
La vida del futbolista bohemio iba más allá de los terrenos de juego.
Solo en aquel clima de ruptura de tradiciones, experimentación, anarquía, surrealismo y fantasía, podía un miserable tamborilero de candombe llegar a vestir como un galán (sombrero «chambergo» de fieltro, gabardina cruzada, pañuelo en seda al cuello y zapatos de charol), convertirse en el juguete preferido por las rubias damiselas de la alta sociedad o marcarse un soberbio tango con la divina Joséphine Baker. Tan intenso fue este breve lapso de tiempo parisino que nació la leyenda (Eduardo Galeano y otros) de que, al finalizar el torneo, había abandonado la expedición uruguya para poder disfrutar durante un tiempo más de la vida errante de los cabarets y de la cama de cierta condesa. Lo cierto es que celebró la victoria junto a sus compatriotas y que la condesa era madame Margueritte Dortzal, esposa de un fabricante de perfumes.
La vida de Andrade era puramente bohemiaSu amigo y extremo izquierdo de aquel equipo, el «Loco» Romano, fue uno de los principales artífices del mito, divulgando cotilleos sobre picardías, como aquella vez en la que el negro llevaba días desaparecido de la concentración y fue a buscarle a la dirección que el mismo Andrade le había confiado. El lugar en cuestión era un apartamento tan lujoso que le hizo dudar sobre la exactitud de la señas. Aun así llamó a la puerta y le recibió una hermosa joven a la que lo único que le entendió era “Mesié Andrade” y acto seguido apareció «La merveille noire» envuelto en una bata de seda de diseño asiático y apestando a perfume. Y es que «París era una fiesta», escribió Hemingway. Creativa y hedonista. Andrade volvió a Uruguay, ganó dinero, luego lo perdió y murió ciego, solitario, sifilítico y olvidado; como una letra de esos tangos que tanto le gustaba bailar.
El juego creció en los mismos barrios en los que la danza era más que bailar.
La relación entre el fútbol latino y la danza fue profunda. El juego criollo creció en los suburbios junto al tango en una experiencia paralela a la de la samba y el «jogo bonito». José Manuel Moreno, quizás el mayor representante de la academia de fútbol argentina, decía que «el tango es el mejor entrenamiento: llevás el ritmo, lo cambiásLa conexión entre danza y fútbol siempre ha sido bastante estrecha en una corrida, manejás los perfiles, hacés trabajo de cintura y de piernas». Seguramente no solo hablaba de una conexión técnica sino de actitud. El baile era un ejercicio de estilo, pero principalmente de seducción y los propios futbolistas advertían de que era así también en su pariente deportivo. En declaraciones del imperial Domingos da Guia, recogidas en «Pesquisa de campo», ya se personalizaba a la pelota como mujer: «encontré a mi amiga. Y yo fui muy feliz con ésa ahí». Posteriormente el maestro Didi fue aun más explícito con el tema al afirmar que «ésta es una niña que tiene que ser tratada con mucho amor. Según el lugarcito donde uno la toca, ella toma un destino». Una remesa de testimonios que, de modo ostensible, caracterizaban por la sensualidad a la interpretación latina del juego. Se definía un enfoque que cambiaba la metáfora bélica del deporte, el «fútbol batalla», por la imagen de una danza entre veintidós hombres, en liza por el amor de una sola mujer, y en la que gana el que mejor sabe mentir con la pelota.
En aquella época de la bohemia, el gran futbolista latino reflejaba el ideal romántico del sinvergüenza. El liante encantador. Un espíritu burlón. Cuando los periodistas franceses le preguntaron a Andrade por el secreto de sus zigzagueantes regates (moñas o gambetas); el jugador respondió que entrenaban persiguiendo a las gallinas y el crédulo periodista lo publicó para regocijo de la expedición rioplatense. Una pequeña maldad que escondía una tradición. Los propios uruguayos fueron víctimas de este espíritu cuando años después (1945 o 46) sus archirivales gauchos disfrutaban de su edad de oro (30′-40′). El ala izquierda albiceste la formaban entonces Moreno y el «Chueco» García. Decididos a hacerle la vida imposible a su marcador, el volante derecho Schubert Gambetta, remarcaban cada una de sus tropelías con la pelota reprendiéndose el uno al otro en voz alta diciendo: – ¡No haga eso que el señor es músico! (por Schubert). Gambetta tuvo que pasar al otro lado y ellos siguieron divirtiéndose con el que vino en su lugar.
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@migquintana 11 abril, 2014
¿El término gambeta viene por Schubert Gambetta? Desconocía este hecho, si es que es así.
Muy interesante el tema de danza, música y fútbol. Hace no mucho, aunque ya nos vamos a otro territorio y otro tiempo, leía un artículo que relacionaba socialmente el auge del Liverpool con el auge de los Beattles, insinuando que había una especie de caldo de cultivo para que ambos fenómenos explotaran a la vez. Pero claro, supongo que pocas relaciones tan nítidas como la samba/tango con el fútbol sudamericano.