«Abrumado. Así se mostró Grandeza Cardona al adentrarse en el terreno de juego del Estadio Comunal. Avanzó acompañado por el presidente de la institución, el entrenador del equipo y el directivo encargado de su rehabilitación, don Augusto Cabrales. Puestos en pie, los aficionados que abarrotaban las gradas coreaban el sobrenombre de su ídolo con voz entrecortada. Pocas veces las gargantas del Comunal se fundieron en un clamor semejante.
-Grandeeeeza… Grandeeeeza.
Al llegar al círculo central la comitiva se detuvo y los tres acompañantes hicieron un aclarado que expuso a Cardona en solitario. De inmediato las luces se apagaron y unos focos rescataron al homenajeado de la oscuridad. El aplauso resonó por espacio de varios minutos.
Pero en contraste con la emotividad reinante, Grandeza Cardona tan solo reflejaba desconcierto. Cuando el presidente se acercó para entregarle un esférico, Cardona, aturdido, buscó en su proximidad a un apuntador que le dictase el guión previsto. Desamparado, no pudo más que devolver una sonrisa hacia las tinieblas de la grada mientras, con evidente nerviosismo, se pasaba la pelota de una mano a la otra. El presidente no dudó en intervenir.
-¡Con el pie! – Le señaló su bota -. ¡Vamos! ¡Tócala!
Y Grandeza Cardona la tocó como nunca antes la había tocado en aquel escenario. Primero, tratando de controlarla infructuosamente al dejarla caer al suelo. Luego, en un simulacro de chut que derivó en un golpeo ridículo, de refilón, con el balón grotescamente torcido en su trayectoria dando vueltas como una peonza. El estadio enmudeció de pena.
Había transcurrido poco más de un año desde que Sergio Cardona perdiera la consciencia tras golpearse contra un poste de la portería del gol Norte. Tras unos instantes de pánico generalizado fue trasladado al hospital. Cuando volvió a abrir los ojos ya no recordaba nada. Con el paso de los días, su amnesia fue remitiendo paulatinamente. Cardona comenzó reconociendo su rostro, luego identificando a sus padres, más tarde redescubriendo su nombre, su casa, su ciudad, dando luz a todos los aspectos que conformaban su vida, menos, inexplicablemente, aquel que le hacía tan singular: su condición de futbolista.
Confirmado el fatídico extremo, el club puso todos los medios a su alcance para revertir la situación. El directivo Agusto Cabrales fue encomendado para supervisar su recuperación. Como primera medida se incorporó al jugador a los entrenamientos con la esperanza de que en contacto con el balón emergieran sus condiciones innatas. De nada sirvió. Cada acción evidenciaba una torpeza impropia de un profesional. El desánimo de la plantilla, ante la constatación de la pérdida, aconsejó su exclusión del grupo.
Cabrales sometió a Cardona a incesantes proyecciones de sus mejores partidos, de recopilatorios de jugadas y goles, así como al relato de anécdotas evocadas por compañeros y rivales. Durante semanas, se le instó a sufrir el asedio premeditado de hinchas en la calle, a portar el uniforme del equipo a todas horas y a permanecer en constante relación con la pelota. Pero, aún así, la niebla seguía sin disiparse.
Las sesiones terapéuticas no obtuvieron mejores resultados.
-¿Recuerda su pasado como futbolista?
-Me reconozco en las imágenes- contestó sin mucho énfasis.
-Pero…
-Pero no me transmiten nada. – Se encogió de hombros -. No los siento míos.
-¿Y como siente al balón? – insistió el galeno.
-Como una llave inglesa. Pero yo no soy mecánico, doctor.
El homenaje en el estadio fue la última tentativa de Augusto Cabrales. El directivo confiaba en resucitar la sensaciones del jugador mediante la invocación de su público enfervorizado. Aquel había sido el lugar en el que había estimulado sus mayores dichas y decepciones. Cabrales estaba convencido de que las palpitaciones de un estadio podían reanimar a cualquier corazón.
Pero, finalmente, el Comunal terminó sucumbiendo a la pena. Augusto Cabrales desistió y Grandeza Cardona fue abandonado en el olvido de los que fracasan. Presa de la impotencia, el club decidió culpar a la portería del gol Norte y la repuso por una nueva sin antecedentes. Puestos a olvidar, convenía hacerlo del todo.
Meses después, al término de la temporada, Cabrales acudió al domicilio de Cardona para hacerle entrega de algunos enseres guardados en su taquilla. No lo encontró. De vuelta al club, y mientras permanecía detenido en un semáforo, divisó a un grupo de niños jugando a la pelota en un descampado contiguo a la carretera y entre ellos reconoció la presencia de un adulto que, disfrutando como uno más, realizaba toda suerte de acciones imposibles con el balón.
Antes de arrancar, no pudo evitar una sonrisa. Había cosas imposibles de olvidar».
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J' David 26 diciembre, 2015
¡Pero que gran analogía! Estoy seguro que todos extrañamos un poco el fútbol antiguo, ese que llevaba más magia en su ser, más calle y más potrero… más pureza.
Como siempre felicidades al equipo de Ecos, este espacio web será imposible de olvidar.